martes, 8 de junio de 2010

ODIO A LA SABIDURÍA - Agapito Maestre


Después de la obra de Arendt, es imposible tratar la cuestión judía escondiéndose en la distinción formal entre el antisemita y el perseguidor del Estado de Israel.

El pajar está demasiado seco. El antisemitismo en España ha prendido como la pólvora. Quizá nunca se había ido, como ha sucedido, dicho sea de paso, en el resto de Europa. No es una anécdota el veto a los homosexuales israelíes para participar en el día del "Orgullo gay" de Madrid. Tampoco es un caso excepcional lo sucedido en la UAM, sobre todo si tenemos en cuenta que las paredes de todos los campus universitarios de España están plagadas de carteles ofensivos contra los judíos y el Estado de Israel; quien conozca el estado de violencia latente que la izquierda salvaje, léase esos grupos que han hecho del odio a la democracia y la defensa del fundamentalismo islámico sus principales señas de identidad, ha introducido en la pobretona universidad española, podrá explicar fácilmente que ese tipo de estallido violento no ha surgido de la noche a la mañana.

Las agresiones a las que fueron sometidos los profesores de Israel en la Universidad Autónoma de Madrid explican no sólo el lamentable estado de la llamada alma mater en España, sino también que el prejuicio antisemita, el odio a la minoría judía, se desarrolla antes en ambientes pseudo ilustrados que populares, antes en instituciones deformadas por burocracias que en el espacio público, en fin, el antisemitismo florece allí donde predomina una especie "antropológica", dicho en la terminología del psicoanálisis social, que denominamos el tipo humano autoritario. El antisemita no es un fanático, ojalá, pues se lo podría combatir fácilmente, por un lado, con "propaganda" ilustrada a favor de la tolerancia y la razón, y, por otra, cuestionando sus errores.

Pero, por desgracia, el antisemita es un tipo mucho más peligroso, porque combina experiencias e ideas de una sociedad moderna e industrializada con creencias irracionales o antirracionales, mezcla razones y barbaridades sin discriminación alguna, para bloquear cualquier intento de discusión crítica. Pierde el tiempo quien trate de convencer al antisemita de sus errores y mentiras, entre otras razones porque quien odia al judío, o a cualquier otra minoría, siempre verá en la argumentación del hombre normal una actitud de disculpa de los judíos o de la minoría despreciada. De ahí que el antisemitismo, como cualquier otro prejuicio social, sólo tenga una solución de carácter educativo. Algo de lo que, en efecto, carece la universidad española.

Por eso, precisamente, el antisemitismo emerge y se desarrolla antes en instituciones, insisto, pseudo ilustradas, como son las organizaciones a favor de los derechos de los homosexuales o la universidad, que en la calle. El hombre antisemita es una de las formas más degradadas del "hombre-masa", o sea, de alguien que es, según Adorno, a la vez "ilustrado" y supersticioso, "orgulloso de su individualismo y constantemente temeroso de ser diferente a los demás, celoso de su independencia y proclive a someterse ciegamente al poder y a la autoridad". He ahí las condiciones ideales para forjar una personalidad autoritaria: seres humanos que tratan de dominar o someterse frente a los otros como consecuencia de una básica inseguridad de su yo.

Lo sucedido en la UAM refleja la incapacidad de la universidad española para hacerse cargo de una de las grandes verdades del siglo veinte: el judío, tanto el pueblo como cada uno de sus individuos, es uno de los mejores representantes del espíritu crítico que debe determinar la condición humana. El prejuicio antisemita instalado en la universidad española es la mejor forma para no enfrentarse a la crítica, sí, a las cientos de formas diferentes que el pensamiento judío, o mejor, la cultura judía ha inventado en nuestra época para contestar a la terrible pregunta: "¿Qué es un judío?", "¿Qué hace y cómo se justifica un judío en cualquier parte del mundo?"

Porque a ningún otro pueblo se le ha hecho una pregunta semejante, en cierto sentido tan terrible, mantengo que es imposible la crítica, eso que se llama el pensamiento crítico, sin enfrentarse al "problema judío", sí, a la pregunta y a las variadas respuestas que ofrece la inmensa cultura judía de nuestra época al resto del mundo. Esa cultura, por fortuna, tiene un cuerpo político propiamente judío: el Estado de Israel. Hannah Arendt ha sido grandiosa en su planteamiento. Ya no puede abordarse la cuestión judía sin el Estado de Israel. O sea, el hombre antisemita y el tipo que niega el Estado de Israel son una y la misma cosa, y viceversa.

"Aprendí algo", dice Arendt al ensayar su respuesta a la pregunta qué es un judío, "que desde entonces acuñé en una frase: ‘Si a una la atacan como judía, tiene que defenderse como judía’. No como alemana, ni como ciudadana del mundo, ni como titular de derechos humanos, ni nada por el estilo. Más bien: ‘¿Qué puedo hacer yo concretamente como judía?’. A lo cual sumaba, en segundo lugar, el propósito decidido de unirme a alguna organización; por primera vez. Unirme a los sionistas, claro está, que eran los únicos que estaban preparados. No habría tenido sentido unirse a quienes se habían asimilado".

Después de la obra de Arendt, es imposible tratar la cuestión judía escondiéndose en la distinción formal entre el antisemita y el perseguidor del Estado de Israel. La existencia de un cuerpo político judío, de un Estado de Israel, fuerte, seguro y democrático hace posible la implicación de todos los judíos, como ha dicho Feldman, en un vigoroso debate político. Arendt, en efecto, fue la primera defensora del Estado de Israel y, a la par, su primera crítica.
Fuente:libertaddigital.com

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