jueves, 29 de julio de 2010

Camp David, diez años después - Horacio Vázquez-Rial


El autor de este articulo

Aunque parezca mentira, hace diez años, en julio de 2000, Bill Clinton aún era el presidente de los Estados Unidos. Cierto: fue en el siglo pasado. Como el hombre no había hecho gran cosa por arreglar algo en Medio Oriente (he decidido no llamar más a todas esas majaderías diplomáticas "proceso de paz"), se le ocurrió que podía cerrar con un poco de brillo su período reuniendo en Camp David a Ehud Barak y a Yaser Arafat, forzando la necesaria firma de un acuerdo.

Aún tengo presente su imagen en la reunión, al borde de las lágrimas, diciéndole a Arafat: "Usted no puede decir que no a todo". Pero podía. Y lo hizo. Arafat era una víbora, un mentiroso compulsivo que se había pasado la vida diciendo una cosa y haciendo otra, un hombre de una miserabilidad íntima que ni siquiera Fouché ni Talleyrand alcanzaron, quizás limitados por la cultura que ambos poseían. No podía evitar ser quien era, el nieto del muftí de Jerusalem aliado de Hitler, un nazi en toda la extensión del término. Su único trabajo conocido fue el terrorismo.

De modo que estaba claro que iba a ir a Camp David a hacer lo contrario de lo que había prometido hacer. Probablemente, de todos los numerosos ingenuos con los que había tratado a lo largo de su vida, Clinton y Barak se contaban entre los mayores. Si a Clinton le habían colado a la Lewinsky en el Salón Oval –cosa que no hubiese sucedido jamás con, por ejemplo, el viejo Theodore Roosevelt o con Eisenhower, y ni siquiera con Kennedy, que siempre supo bordear el escándalo–, se le podía colar cualquier cosa, incluso una propuesta de paz de un tipo que no conocía la paz, que había nacido y había vivido en, por y para el terror. Como si yo me pusiera a jugar al póker con un avezado tahúr.

Barak, por su parte, era un experimentado militar, un héroe nacional israelí, pero la historia proporciona pruebas a mansalva de que los militares que optan por la política rara vez llegan a ser eficaces. El caso Eisenhower es una excepción. ¿Alguien puede imaginar a McArthur en política? Israel tuvo dos grandes excepciones, demasiado para un solo país, y tan pequeño: Rabin y Sharon, que no sólo pasaron del ejército a la política con soltura, sino con sabiduría, creando liderazgo. Barak no estaba hecho con los mismos mimbres, y ni su discurso ni su imagen apuntaron nunca hacia la idea de que podía ser un líder.

De modo que el tahúr de la kefiá jugó sus cartas. Negó todo lo que había venido afirmando hasta aquel momento. Y desplumó a los otros dos jugadores sin mostrar ni una vez sus cartas. Fue una de las experiencias más dolorosas que me ha tocado presenciar en más de medio siglo de observador político. Y el peor fracaso de los muchos que Clinton acumuló en su paso por la Casa Blanca.

Hay que recordarlo, sin embargo, ahora, cuando se cumplen los diez años del antiacontecimiento, para señalar a los contemporáneos que Abu Mazen, el hombre en el que más se puede confiar, pertenece a la escuela de Arafat y no se le puede creer nada, ni siquiera que haya leído el Corán. Al Fatah fue a Camp David. Ya era la dueña de la ANP. Hamás, como Hizbolá, fue incubada en el nido de la misma serpiente, salió de los mismos huevos, más allá de quienes las financien ahora. Y hay que comprender que la cuestión de Gaza y la cuestión de Cisjordania son una sola, poli bueno, poli malo, ninguno quiere a Israel.

En estos diez años hemos avanzado poco. Turquía, entonces miembro de la OTAN sin reparos, se ha islamizado como nunca en los cuarenta años anteriores (hoy empezaba a regir el velo, el paso previo a la sharia) y se ha acercado a Irán, el enemigo por excelencia (la OTAN sigue muda). El regalo de Gaza a los palestinos, hecho por Sharon, que sabía qué hacer después pero se lo ha llevado al olvido, se ha convertido en un cáncer incurable, y no hace falta que entre en detalles para mis sensibilizados lectores. En los Estados Unidos ha llegado al gobierno un filomusulmán que lo disimula poco y mal, y del que es muy difícil obtener definiciones claras sobre la política de la región. Israel nunca ha estado comparativamente más débil, desde la breve guerra del Líbano con Hizbolá, un empate técnico que no se podía permitir y que le ha obligado a aceptar una fuerza de interposición que da toda la impresión de estar al servicio de Siria. Tony Blair parece ser el personaje más distanciado y objetivo, pero temo que su papel no sea de tanto poder real como su título anuncia.

No descarto la existencia de alguna figura hasta ahora desconocida que aúne en sí las capacidades militar y política y tenga el valor de colocar a Israel a la ofensiva, pero a ningún pueblo, ni siquiera el judío, le puede resultar sencillo producir en tan poco tiempo otro Sharon. Y es evidente que el paso a la ofensiva no va a venir de Barak, que ya perdió su oportunidad, ni de Peres, con su carga socialdemócrata, ni de Bibi Netanyahu, tal vez un buen gobernante en un país liberal en paz.

Arafat triunfó en Camp David. Y eso no tiene remedio. Después de una cosa así, siempre hay que empezar de nuevo.

Fuente:libertaddigital.com



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