lunes, 14 de febrero de 2011

Golpe en El Cairo - Gabriel Albiac

LA clave del dominio está en hacer que aparezca como evidencia lo contrario exacto de lo que sucede. La política es el arte de tejer ficciones con las cuales suplir la realidad. Fábrica de espejismos, que son único suelo firme sobre el cual se alza el glacial palacio de espejos de la sumisión. Egipto ahora. Como último laboratorio del álgebra del golpe de Estado, que teorizó Gabriel Naudé, en 1639, para dar razón de una toma del poder tan vertiginosa «como el rayo que aniquila antes de que el trueno pueda ser escuchado».

Un dictador asienta su estabilidad sobre el control absoluto de aparatos represivos que no pueden permitirse flaquezas. Ese control puede ejercerlo él, o bien delegarlo en un fiel vicario. La primera hipótesis entraña una fuerte erosión de esa imagen de padre severo pero justo sobre la cual se asienta la leyenda dictatorial. La segunda trae consigo riesgos difíciles de acotar: el poder que, bajo una tiranía, acumulan la policía política y los servicios de inteligencia es ilimitado. Y la tentación de —como el Iznogoud del cómic de Goscinny— «ser Califa en lugar del Califa», late siempre en el hombre que sabe todo de todos y puede con todos hacer lo que le venga en gana: prisión, como tortura, como muerte. En el plazo largo, hay sólo dos opciones: o el dictador va decapitando a sus sucesivos hombres de las alcantarillas, o el hombre de las alcantarillas acaba por asaltar los salones de palacio, con todas las posibilidades de éxito que el material de engaño acumulado pone a su alcance.

Un militar —el cuarto desde la independencia de Egipto— ha caído; estaba políticamente muerto desde hace cuatro semanas. Un militar —el quinto desde la independencia de Egipto—, el señor de las sombras, el control y la tortura, Omar Suleiman, ha dado jaque a Mubarak: refriega entre generales. De los jóvenes a los que torturó, encarceló, asesinó durante dos decenios, ha hecho instrumento de su ascenso. No se le puede negar astucia. Pero el gran juego empieza ahora, cuando el espantajo de Mubarak sale de escena y los focos iluminan a sus sucesores. De momento, les bastará con una convencional retórica, hecha de palabrería populista y garantías internacionales. Muy pronto, sin embargo —y eso Suleiman lo sabe mejor que nadie—, llegará la hora de la verdad: la recomposición de un nuevo régimen que no ponga en riesgo los básicos privilegios de la casta armada.

Egipto no es El Cairo. Como no era Argelia Argel en el no tan lejano año 1991 que vio ganar al islamista FIS las elecciones y desencadenar una guerra civil entre religiosos y militares, cuyo rebote temen ahora los argelinos. Suleiman debe saber —o sospechar, al menos— qué dirían las urnas del Egipto profundo en unas elecciones libres. Y cuáles serían los costes de una victoria de los Hermanos Musulmanes y de sus periferias más extremas: desde la pérdida de las inmensas ventajas que la corrupción generalizada otorga a los militares, hasta el riesgo bélico que la ruptura del tratado de paz con Israel arrastraría.

El gran juego no ha hecho más que comenzar. Pueden vencer militares o clérigos: los que poseen armas y medios organizativos. La población, en esta partida, es rehén y envite. Sacrificable.

Fuente:abc.es

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