viernes, 11 de febrero de 2011

Hayek contra las democracias liberticidas - Juan Ramón Rallo

Hayek.
Conocida es la costumbre socialista de anteponer la consigna al pensamiento. De ahí que por lo general los izquierdistas opten por descalificar a un autor o una teoría con chascarrillos o ataques ad hominem en vez de darse a la indagación intelectual. Con Hayek no hacen, precisamente, una excepción.

A poco que uno cite a este gigantesco pensador, la izquierda saca a relucir esa opinión suya, tan cierta y tan políticamente incorrecta, de que la democracia y el liberalismo son cosas distintas, por lo que no tienen por qué ir de la mano. La izquierda ve ahí una abierta justificación del autoritarismo: ¡albricias, para esta vaca sagrada del liberalismo puede haber dictaduras liberales!

Por supuesto, la advertencia hayekiana no va ni mucho menos dirigida a destacar la posibilidad de esa rara avis que sería una autocracia respetuosa con las libertades individuales, sino a alertar contra la involución liberticida que pueden (y suelen) padecer las democracias. Es decir, lo que Hayek –en perfecta sintonía con Tocqueville– pedía es que no olvidáramos que la democracia puede perfectamente atentar contra las libertades individuales, por cuanto no es más que un mecanismo de ordenación de la toma de decisiones colectivas... que no entra en qué limites han de ponerse a tales decisiones.

En este sentido, la teoría del orden espontáneo, que nuestro autor rescata de la Ilustración escocesa –en realidad, en última instancia, de Juan de Mariana– y expone de manera soberbia en estos Principios de un orden social liberal, es impecable, y debería resultar de obligado estudio para todo liberal que se precie, tanto para el que pretenda limitar las funciones del Estado con el propósito de facilitar la emergencia del orden de mercado como para el que considere deseable abolir el Estado y permitir que ese orden se autogenere desde su raíz.

Mi opinión personal es que el pensamiento hayekiano sólo resulta plenamente consistente cuando lo despojamos tanto de concesiones a la socialdemocracia –que el propio Hayek admitía como excepciones: por ejemplo, su red social de cobertura mínima– como de ciertos puntos de partida estatistas, que el austriaco asumió como indiscutibles más por huir de radicalismos que por haber reflexionado en profundidad –por ejemplo, consideraba que era el Estado quien debía conformar la regulación básica sobre la que erigir el orden espontáneo–. A este respecto, merece la pena mencionar la obra de ciertos hayekianos modernos, como Randy Barnett, que subsanan estas carencias y llegan a conclusiones tremendamente interesantes y sugerentes.

Hayek comienza distinguiendo entre órdenes (espontáneos) y organizaciones. Los primeros los conforman normas abstractas y universales que no se dirigen a la consecución de fin concreto alguno; por eso no prescriben acciones específicas, que los individuos habrían de acometer, sino que, por el contrario, proscriben aquéllas que resulten inadmisibles en un régimen de convivencia pacífica (concepto de libertad negativa). Las organizaciones, en cambio, están informadas de un conjunto de mandatos particulares y discrecionales, orientados a lograr el fin particular de quien las dirige, de ahí que sí prescriban comportamientos concretos, todos ellos subordinados a los intereses del órgano directivo.

Precisamente porque no sojuzga a quienes participan de él ni obliga a éstos a dirigirse a fin concreto alguno, en un orden espontáneo cada individuo puede perseguir –de manera pacífica y cooperativa– sus propios fines. Y, de nuevo, gracias a esta continua experimentación que se registra en los órdenes espontáneos, los individuos están metidos en un continuo proceso de aprendizaje que tiende a hacer evolucionar en sentido positivo los conjuntos normativos en que se basan los propios órdenes espontáneos.

El orden espontáneo, como se autogenera y no es fruto de plan deliberado alguno, abarca un volumen de información tan vasto, que resulta inmanejable para la mente humana. El espontáneo es muchísimo más complejo que cualquier orden diseñado. Sólo hace falta comparar la complejidad de un mercado libre con el funcionamiento de una empresa, lo incomparablemente más rico que es un idioma natural como el castellano frente a idiomas artificiales como el esperanto, o la muy superior funcionalidad del dinero frente a la de los vales de compra de los centros comerciales.

Al conjunto de normas jurídicas cristalizadas en torno al derecho de propiedad y el cumplimiento de los contratos se le vino a denominar ley, de ahí que el liberalismo, partidario del orden espontáneo, haya destacado siempre la importancia del imperio de la ley (rule of law), del sometimiento de todos los individuos –políticos incluidos– a las normas de carácter abstracto que han surgido evolutiva y consuetudinariamente (por ello el liberal defiende y valora la tradición, pero sólo cuando ésta no se convierte en una verdad revelada e inmutable, en un cúmulo de normas estancadas y desfasadas incapaces de ir cambiando conforme lo hace la propia sociedad). El problema, a día de hoy, es, claro está, que la palabra ley se ha pervertido como consecuencia de esa "hiperinflación legislativa" que denunciara Bruno Leoni y que ha sustituido progresivamente el derecho consuetudinario por un amasijo de arbitrariedades fruto del consenso político; por eso, ley hoy es sinónimo hasta de los más burdos mandatos evacuados por los políticos para restringir nuestras libertades y preservar sus privilegios. Justo lo que el imperio de la ley trataba de impedir a cualquier costa: que el ámbito de actuación de una persona quedara discrecionalmente restringido por los caprichos de otra(s), quebrando el mismo principio de equidad jurídica.

De la idea de orden espontáneo nace también la concepción hayekiana de justicia, a todas luces fundamental. Dado que los resultados obtenidos por un individuo en un orden espontáneo dependen de sus acciones y, en parte, del azar –no hay relación directa y constante entre esfuerzo y recompensa–, no cabe considerar como injusta una distribución de los recursos cualquiera si es que se ajusta a la ley; así pues, adiós a las mamarrachadas de la justicia social. La justicia debe referirse, por un lado, a la consistencia interna del sistema normativo –las normas han de ser simétricas, universales y funcionales– y, por otro, a la vigencia de esas normas en la sociedad, de modo que cada cual pueda hacer el mejor uso de su conocimiento sin lesionar los derechos de los demás.

El socialismo –en sus muy diversas formas– atenta contra el orden espontáneo y trata de sustituirlo por organizaciones jerarquizadas; esto es, pretende convertir a los individuos en marionetas a tiempo completo o parcial en manos de la casta política. Con la excusa de que es menester redistribuir la renta para alcanzar la dichosa justicia social, los gobernantes controlan y reparten los bienes que cada cual ha logrado gracias a su ingenio y a la cooperación con el prójimo en el marco del mercado libre; es decir, controlan y determinan los fines que los distintos individuos tienen permitido alcanzar.

En estos momentos en los que se deifica a la democracia y se la pretende convertir en enterradora del imperio de la ley –con peregrinas excusas, como la defensa del bien común o la igualdad social–, es de enorme importancia y utilidad leer (o releer) la defensa del liberalismo que hace Hayek en estas páginas. Una valiosísima vacuna contra muchos de los venenos que nos inyecta el estatismo esclavizador.

FRIEDRICH A. HAYEK: PRINCIPIOS DE UN ORDEN SOCIAL LIBERAL. Unión Editorial (Madrid), 2010, 160 páginas.

Fuente:libertaddigital.com

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