sábado, 5 de febrero de 2011

Qué esconde el boicot contra Israel - BERNARD-HENRI LÉVY

Ya que hay que poner los puntos sobre las íes, pongámoslos.

Evidentemente, nunca he presionado a nadie para cancelar el mitin en apoyo a los partidarios del boicot contra Israel convocado en la Escuela Normal Superior y al que estaba previsto que asistieran Leila Shahid y Stéphane Hessel, entre otros.

Hubiera sido absurdo, pues, dado que, tanto por temperamento como por convicción, creo en la fuerza de las ideas y, aún más, en la de la verdad, en esta clase de circunstancias siempre soy partidario del debate, del choque de opiniones e incluso del enfrentamiento de convicciones, pero no de la censura.

Y el hecho es que, por el contrario, en esta ocasión particular, es decir, en el caso de esta campaña BDS ("Boicot, Desinversión, Sanciones") que iba a ser el eje del mitin de la Escuela Normal, me habría gustado poder dirigirme a los interlocutores de buena fe para presentarles textos, hechos y, en el fondo, evidencias que, según parece, han pasado por alto y prueban que estamos ante una campaña hábilmente orquestada, pero falaz, belicosa, antidemocrática y, para no callarme nada, completamente infame.

¿Por qué?

Primero, porque se boicotea a los regímenes totalitarios, no a las democracias. Se puede boicotear a Sudán, culpable de haber exterminado a una parte de la población de Darfur. Se puede boicotear a China, culpable de violaciones masivas de los derechos humanos en el Tíbet y en otros lugares. Se puede y se debería boicotear al Irán de Sakineh y Jafar Panahi, cuyos dirigentes hacen oídos sordos al lenguaje del sentido común y el compromiso. Incluso podríamos imaginar, como antaño con la Argentina de los generales fascistas o la URSS de Breznev, un boicot contra ciertos regímenes árabes en los que la libre expresión de los ciudadanos está prohibida y, si hace falta, se reprime a sangre y fuego. Pero no se boicotea a la única sociedad de Oriente Próximo en la que los árabes leen una prensa libre, se manifiestan cuando lo desean, envían diputados al Parlamento y disfrutan de sus derechos civiles. No se boicotea, se piense lo que se piense de la política de su Gobierno, al único país de la región -y más allá de la región, a uno de los países del mundo, por desgracia no tan numerosos- en el que los electores tienen el poder de sancionar, reorientar o derribar al mencionado Gobierno. De tal modo que presentar como fuente de su "principal indignación" el funcionamiento de una democracia que, como todas las democracias, es por definición imperfecta pero perfectible (y, en cambio, no decir ni una palabra sobre los millones de víctimas de las guerras olvidadas de África, sobre la caza de cristianos en Oriente o, no hace tanto, sobre la masacre de los musulmanes de Bosnia) es, en el peor de los casos, indigno, y en el mejor, profundamente estúpido.

Segundo, porque en realidad esta campaña de boicot pasa olímpicamente de las posiciones del Gobierno del señor "X" o de la señora "Y". No sabe nada, ni quiere saberlo, sobre lo que piensan los ciudadanos israelíes -por ejemplo, acerca de la reanudación de los asentamientos en Cisjordania-. Le importan un bledo las exigencias, parámetros y condiciones reales de la paz entre los ciudadanos en cuestión y sus vecinos palestinos. Y estos últimos, sus aspiraciones, sus intereses, sus posibles esperanzas y la manera en que el régimen de Hamás dio al traste con ellas en Gaza, le traen completamente al fresco -y tampoco dice nunca nada al respecto. No. Esta campaña de boicot, digan lo que digan sus promotores o sus tontos útiles, solo tiene un objetivo real, asumido y bien madurado, y es deslegitimar a Israel como tal. Es lo que quiere decir, implícitamente, la comparación con la Sudáfrica del apartheid. Es lo que quiere decir, explícitamente, la retórica antisionista que sirve de denominador común a todos los movimientos constitutivos de este BDS y que, si las palabras aún tienen sentido, significa que pretenden minar la idea que hoy, guste o no, cimienta la nación israelí. Y por eso esta campaña contraviene, en efecto, las formas, las reglas y las leyes del derecho internacional, y en Francia, también del nacional.

Y finalmente, en el centro de esta campaña, y en ciertos casos en su origen, hay gente de la que lo menos que se puede decir es que no se inspiran precisamente en los héroes de la Francia libre, ni en los redactores de la Carta Internacional de Derechos Humanos, ni en los partidarios de una paz justa entre los dos pueblos, el israelí y el palestino. Pongo a la disposición de todo aquel que lo desee las declaraciones de Omar Barghouti, uno de los iniciadores del movimiento, que afirmaba que su meta no son dos Estados, sino dos Palestinas. Las de Alí Abunimah -cofundador de Electronic Intifada y adversario, también él, de la solución de los dos Estados-, que no duda en comparar a Israel con la Alemania nazi y a algunos de sus filósofos con los editorialistas de Der Stürmer. Las de los dirigentes de Sabeel, un grupo de palestinos cristianos muy presente en América del Norte que, en su afán de dar un fundamento "teológico" a la idea de "inversión responsable", no teme reactivar, sutil pero inexorablemente, los estereotipos del judío asesino de Cristo. Por no hablar de las más que dudosas iniciativas que pretenden marcar las mercancías judías -perdón, israelíes- con autoadhesivos supuestamente infamantes y destinados a señalárselas al consumidor francés vigilante.

Todo esto es abrumador y, una vez más, incuestionable. Presentar como víctimas a los promotores de este discurso de odio dice mucho del estado de confusión intelectual y moral en el que se encuentra sumida esta Europa a la que queríamos creer curada de su peor pasado criminal.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.
Fuente:elpais.com

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