domingo, 21 de agosto de 2011

Qué significa Israel para mí - Rafael L. Bardají


Yo no soy judío, pero desde que tengo recuerdos mi vida ha estado ligada de una forma u otra al destino de Israel. Por ejemplo, contaba yo unos cinco añitos cuando mi padre me llevó a ver un partido de baloncesto de la Copa de Europa en el que los contendientes eran ni más ni menos que el Real Madrid y el Maccabi de Tel Aviv. Quién venció no viene ahora al caso. Lo que sí viene es que un tiempo después, en el colegio, me preguntaron que listara países europeos, y yo, ni corto ni perezoso, habiendo visto jugar a los Macabeos, y habiendo escuchado la canción israelí en el consabido festival de Eurovisión, empecé: "España, Israel"... y no pude seguir, para mi sorpresa, porque me devolvieron al pupitre por burro. Nunca lo entendí. Si camina como un pato, nada como un pato y hace "cuac cuac" como un pato, es que es un pato. Y si Israel jugaba en el campeonato de Europa y cantaba en Eurovisión, tenía que ser europeo... Y la verdad es que por eso –y por muchas otras cosas: para empezar, porque compartimos los mismos valores– sigo sin entender a quienes se niegan hoy a aceptar a Israel como un país plenamente occidental. Un país, como dice José María Aznar, "enclavado en Oriente Medio, pero no mediooriental".

En otro plano, y varias guerras después (sobre la del Yom Kippur llegué incluso a realizar un trabajo para el instituto, apuntando ya a mi futuro profesional), pude comprobar de primera mano lo que separa en calidad de vida y perspectiva de futuro a ese pequeño país y a sus vecinos árabes. Por otra de mis dedicaciones, la fotografía submarina, conozco bien la zona de Eilat, esa estrecha salida que Israel tiene al Mar Rojo por el Golfo de Aqaba. Y puedo contar numerosísimas anécdotas de lo que significó la retirada israelí del Sinaí, y de la desidia administrativa y el destrozo social que llevaron consigo los egipcios. Desde el 82 me vi obligado a abandonar la seguridad de mis marineros judíos para caer en manos de pilotos rusos y ucranianos prestados a El Cairo. Lo peor era la ruina urbanística y medioambiental debida a un gobierno que expandía por igual el turismo con divisas y el islam. Quien vaya hoy a Sharm el Sheik no sólo se topará con la mezquita más grande de todo Egipto, sino que tendrá que escuchar al gobernador de la provincia que los ataques de tiburón de que ocasionalmente son objeto los turistas son planeados por el Mossad y los judíos. Y es que, a pesar del tratado de paz firmado con la sangre de Sadat, desde el islam se sigue alimentando el odio a Israel, por muy moderado que quiera presentarse.

Mi relación con Israel cambiaría definitivamente el día en que me hice mayor y conocí a Bibi Netanyahu, durante su primer mandato como primer ministro. Su personalidad me impactó tanto como una foto que había visto de él, en un día de playa, con su familia, rodeado de guardaespaldas; esa imagen tan insólita refleja la constante amenaza que se ha cernido sobre Israel a lo largo de sus 62 años de existencia. Aquella foto desgarradora la llevo siempre en mi cabeza, porque es un buen recordatorio de lo que es vivir bajo una amenaza existencial. Y también porque simboliza la fuerza de todo un pueblo por sobrevivir en un mar de hostilidad, y cómo se puede lograr un futuro en paz, con fronteras seguras y defendibles.

No fue Bibi, sino su padre, Benzion Netanyahu, quien sembró en mí la visión que por desgracia acabaría por hacerse realidad: el mundo se enfrentaría a las fuerzas del mal, bajo la forma de un fundamentalismo islámico irreductible, y el terrorismo nacionalista palestino se transformaría en yihadista. De su hijo, no obstante, me queda la voluntad de luchar y vencer. Yo recomendaría la lectura de algunos de sus libros, como How democracies can defeat domestic and international terrorists y Terrorism: How the West can win, imprescindibles para entender el mundo de hoy y la distancia que media entre una decadente Europa, una América en retraimiento y un Israel decidido a defenderse y prevalecer.

Precisamente porque era muy consciente de que –en un punto que unos fijan en 1972, con la reacción temerosa de muchos europeos tras la matanza de los juegos olímpicos de Múnich, otros en 1973, con la Guerra del Yom Kippur, y algunos en 1981, con la destrucción del reactor nuclear de Sadam Husein en Osirak– los valores cotidianos y vitales de europeos e israelíes empezaban a divergir seriamente (apaciguamiento frente a resistencia; pacifismo frente defensa; rendición frente a autoafirmación), mi relación con Israel se fue profundizando: si hay un lugar donde los valores que dieron origen al mundo occidental siguen estando presentes es, precisamente, en Israel, esa pequeña nación que, al igual que la aldea de Asterix y Obélix, se resiste a perder su independencia e identidad.

El problema para Israel es que las guerras ya no se libran como uno quiere, y sus enemigos han aprendido bien la lección de que no les conviene plantar cara a los soldados de las IDF. De ahí que los aviones y tanques de las guerras de 1948, 1956, 1967 y 1973 hayan dado paso a los terroristas, y éstos a los terroristas suicidas de las intifadas. Ya se combate en todos los frentes posibles, el legal, el institucional, el cultural, el económico, el comercial..., porque lo que se persigue es la idea de Israel, su existencia. Y en buena parte están logrando sus objetivos por medio de una campaña global de deslegitimación del estado judío.

En los últimos años he dado cuanto he podido para luchar contra ese estado de cosas que culpa a Israel de todo lo malo que acaece en la zona y en el resto del mundo, y que ignora voluntariamente todo lo bueno que pasa y nace en Israel. Yo estoy más que orgulloso, por ejemplo, de que personas como José María Aznar pongan en marcha un proyecto como la Friends of Israel Initiative, en la que también participan el premio Nobel de la Paz Lord Trimble, el antiguo mandatario de Perú y de nuevo candidato a la presidencia de este país Alejandro Toledo, el filósofo italiano Marcello Pera y el embajador John Bolton. La FII tiene el objetivo de hacer ver que Israel es un país normal, una democracia más, con sus defectos y virtudes, una parte esencial del mundo Occidental, por historia, valores e intereses, y que, por tanto, no es justo ni inteligente ver en Israel una tierra de conflictos e injusticias. Porque no es verdad.

Si echamos un vistazo a la región, desde Marruecos a Pakistán, sólo hay una isla de estabilidad y prosperidad: Israel; y sólo hay dos democracias: Israel e Irak. Con el desmembramiento del Imperio Otomano, se tomó la decisión de dividir el territorio en 23 países, 21 de ellos islámicos, uno cristiano y uno judío, algo que los árabes nunca quisieron aceptar. A día de hoy, y gracias a los avances de Hizbollá, el Líbano ya no es una nación cristiana. Que israel no deje de ser judío por el peso de sus enemigos no sólo es un vital para los israelíes, sino para todo el mundo civilizado. "Si Israel cae, todos caemos", escribió Aznar hace unos meses en un diario de Londres. Y tenía razón. Si Israel cae, Occidente dejará de existir. Y precisamente por eso, para reforzarnos nosotros mismos, es necesario estar con Israel. Uno puede discrepar de tal o cual política, de tal o cual partido, de tal o cual líder. Lo hacemos todos y es sano. Pero nadie debería poner en cuestión el derecho a existir de la única nación creada por mandato de las Naciones Unidas, Israel. Cuestionando a Israel nos cuestionamos a nosotros. Así de claro. Porque damos alas a quienes quieren poner fin a nuestro sistema de vida.

Eso es Israel para mí ahora, un faro que nos sirve de guía, un reducto con el cual salvarnos, una tierra de esperanza.

Y cuando me preguntan por qué hago lo que hago y digo lo que digo, sólo se me ocurre una respuesta: porque quiero que mi hijo pequeño pueda decir que Israel es parte integral de Occidente, que es un país occidental, sin que le pongan mala nota en el colegio. Ni más ni menos.

Fuente La Ilustración liberal

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