Estos días, uno de los principales temas de conversación de quienes atacan a Israel es el trato a los inmigrantes africanos que han entrado ilegalmente en el Estado judío. Cerca de 60.000 de ellos, la mayoría procedentes de Sudán o de Eritrea
y sin lazo alguno con el país ni con sus gentes, han llegado a Israel
en los últimos años. Para una nación de sólo siete millones de
habitantes que viven en un país del tamaño de Nueva Jersey, eso equivale
a que unos 2,7 millones de inmigrantes ilegales aparecieran en el Estado Jardín.
Así, un grupo de ese tamaño, que se presenta sin haber sido invitado,
supone un enorme problema para cualquier país, incluso para uno cuya
identidad está basada en la inmigración, como Israel.
Pero, en vez de suscitar simpatía o, tal vez, una mano amiga
por parte de la comunidad internacional -que seguramente tiene más
responsabilidad que Israel en la difícil situación de las gentes del
Cuerno de África-, los esfuerzos del Estado judío por afrontar este
irresoluble problema se han convertido en otra arma con la que los antisionistas intentan deslegitimizarlo. Algo así es hipocresía de marca mayor, y la desmedida atención brindada a estos africanos por la prensa occidental -como en el artículo publicado el martes por el New York Times- en un mundo en el que podemos ver a decenas de millones de refugiados y de emigrantes económicos ilustra una vez más el doble rasero con el que se juzga a Israel por cualquier cuestión imaginable.
Hay que admitir que no todo el mundo en Israel se ha
comportado como es debido con los inmigrantes. Rabia, insultos y
amenazas de habitantes de zonas en las que se han concentrado los
inmigrantes, así como algunos agitadores políticos, no han contribuido a
mejorar la reputación del país. La difícil situación de una gente
atrapada en un limbo sin estatus legal, sin ningún otro
lugar al que ir, debería suscitar las simpatías de cualquier persona
decente. Pero la idea de que, de alguna forma, Israel tiene la
responsabilidad de ocuparse del impacto de la penuria en el Cuerno de África, no es una postura defendible ni razonable.
Si esa cantidad de gente apareciera en cualquier otro país
del mundo, especialmente en cualquiera de los demás Estados de Oriente
Medio, gobernados por diversas clases de tiranos, no hace falta tener
mucha imaginación para hacerse una idea de la clase de trato que
recibiría. Pero en el democrático Israel, donde los valores religiosos
judíos relativos a acoger al extraño forman parte de la
cultura, estos recién llegados africanos se han librado de la clase de
abusos que habrían sufrido en cualquier otro lugar de la región. En
realidad, eso, y el hecho de que Israel disfruta de una próspera economía del Primer Mundo,
son los únicos motivos por los que tantos han intentado entrar en
Israel en busca de trabajo. Si sólo fueran unos pocos, podría muy bien
habérseles permitido quedarse; pero cuando su número alcanzó las decenas
de miles, con muchos de ellos trabajando de forma ilegal
y algunos cometiendo delitos, eso dejó de ser una opción. Como la
deportación a sus países de origen tendría duras consecuencias para los
inmigrantes, y nadie más los quiere, Israel se encuentra atrapado con
ellos hasta que aparezca alguien con una solución.
Para los que odian a Israel, los sentimientos aislados de
algunos israelíes de vecindarios del sur de Tel Aviv, que se encontraron
albergando a miles de inmigrantes desesperados y padeciendo, como
consecuencia normal, un aumento de la criminalidad, son
una prueba de que el racismo es la conducta habitual en el Estado. Pero
cualquiera que sepa algo de la historia de Israel sabe que eso es
absurdo; Israel ha absorbido a decenas de miles de judíos negros de Etiopía
en los últimos treinta años. Pese a que el proceso de absorción no ha
sido perfecto ni ha estado exento de incidentes, ahora integran el
tejido del país, sirven en el Ejército e incluso forman parte de la
Knéset.
Pero, ¿en virtud de qué distorsionado sentido de la moral
debe considerarse a Israel especialmente culpable por tratar a gente que
cruza su frontera ilegalmente como a alguien que ha cometido un delito y
que, por tanto, está sujeto a detención? Incluso si se
simpatiza hondamente con los inmigrantes, como muchos israelíes hacen,
¿hay en el mundo alguna nación soberana que no se sienta con derecho a controlar sus fronteras,
especialmente cuando las mismas tienen que ser defendidas de
terroristas y de potencias hostiles? Quienes protestan por el trato de
Israel a estas personas, a muchas de las cuales se las mantiene en centros de internamiento abiertos,
¿creen que otras democracias, como Estados Unidos, acaso las tratarían
mejor? En semejantes circunstancias, ¿cómo puede cualquier persona
razonable criticar el compromiso del primer ministro Netanyahu de
defender las fronteras de su país y aplicar sus leyes?
Muchos de los inmigrantes alegan que, más que trabajo, buscan asilo político,
pero, en el caso de la mayoría de ellos, eso es claramente falso, como
sugiere su comportamiento. Si los occidentales quieren ayudarlos, son
libres de acogerlos en sus respectivos países. En caso contrario, Israel
merece recibir algo de ayuda constructiva -por ejemplo, una iniciativa
diplomática internacional que obligara a Sudán y a Eritrea a garantizar la seguridad de los inmigrantes
en su retorno a casa-, o, si no, que se le permita ocuparse de la
cuestión lo mejor que pueda. Hasta que hagan una de esas dos cosas o se
presenten con una solución que no suponga que Israel se vea obligado a
aceptar a refugiados económicos como inmigrantes legales de una forma
que ninguna otra nación del mundo consideraría siquiera, los críticos
occidentales deberían cerrar el pico.
© elmed.io - Commentary
Jonathan S. Tobin, editor jefe online de la revista Commentary.