Cuando en 1985, tras 12 años de trabajo, Claude Lanzmann estrenó su mastodóntica 'Shoah' probablemente
no le quedó una palabra, un suspiro, nada que añadir. ¿Cómo contar el
horror después de 'Shoah'? Las cerca de 10 horas de filmación caían a
plomo sobre la propia posibilidad de hablar. El Holocausto ya no admitía un adjetivo más,
un solo gesto de asombro. Todo él quedaba encerrado en su intocable
atrocidad. Desde entonces, el documental en general (como género
cinematográfico), y el propio Lanzmann en particular, se han visto
obligados a dirigir sus esfuerzos contra precisamente el silencio;
contra la sensación de que todo está contado; contra, sencillamente, el
aburrimiento, o contra, esa enfermedad que nos descubre aburridos al
escuchar la puntual descripción del horror. El matiz importa.
'El último de los injustos' es, por todo lo anterior, una película imposible. Y necesaria.
Exactamente igual que 'Un vivant que passe', la película de en la que
Lanzmann se las veía con el enviado por la Cruz Roja a Auswitz en el
fragor de lo atroz y que inexplicablemente (o no tanto) no vio nada
"malo" allí. O que 'Sobibor', la historia de quizá el único motín de las
víctimas en la historia de los campos de exterminio, la cinta que se
estrena ahora se mueve en un espacio nuevo. Ya no se trata de
simplemente describir lo indescriptible, sino de hurgar en la comodidad fácil de las conciencias.
¿Por qué el enviado de la Cruz Roja no vio nada? ¿Por qué nadie se
revolvió contra la fiebre de sangre nazi? Todas preguntas que incomodan.
En 'El último de los injustos', la idea es visitar las razones de un
hombre ni víctima ni verdugo, sino todo lo contrario: quizá sólo
culpable. O no. En el límite, las categorías fáciles de buenos y malos,
ésas que consuelan, son apenas reconocibles. Hablamos de Benjamin Murmelstein, el único superviviente de los 'doyens' de los 'judenrats' (es decir, el encargado de gestionar, con la connivencia de los nazis, el día a día de los guetos).
Él fue, y aquí lo importante, el jefe de Theresienstadt, el 'gueto
modelo' que los alemanes concibieron como escaparate que mostrar al
mundo y con el que tapar sus vergüenzas.
La cinta se estructura sobre un doble eje: la entrevista que el
realizador y Murmelstein mantuvieron en Roma en 1976 y que desde
entonces permaneció inédita; y la filmación del viaje del propio
Lanzmann en 2012 a Theresienstadt. Ahora, y por primera vez, el cineasta
asume un papel coprotagonista. Todo tiene sentido.
La estrategia consiste en iluminar las palabras del último
superviviente desde la luz que el Holocausto proyecta aún hoy, ya en el
milenio siguiente a todo, en lo que somos. Ya nada queda de aquello. En
las estaciones en las que se deportaron a miles de personas apenas una
placa o nada. Y, sin embargo, el horror persiste como un extraño y familiar fantasma de culpabilidad.
Cuando el realizador reconstruye lo que fue Theresienstadt, cuando
pasea por los terrenos destinados a acoger al pueblo judío en el sueño
fanático de Adolf Eichmann, cuando enseña los testimonios de la crueldad
en forma de dibujos, cuando simplemente aparece, da la impresión de que
todo aquello es ficción. Sencillamente, no pudo ocurrir. Pero sí, aquello es lo que hoy somos.
Las declaraciones de Murmelstein, de la misma manera, se escuchan con
idéntica cara de asombro. Plagadas de contradicciones, de mal gusto
quizá ("hice lo que hice porque me gustaba la aventura", se le oye
decir), no son el alegato de un hombre que quiere para sí el beneficio
de la inocencia. O no sólo eso. También ilustran el pantanoso retrato en
el que se movió un pueblo, un siglo entero. Él colaboraba con los nazis para salvar a los suyos. Así lo dice. Y en la profunda aberración de esas palabras no es fácil distinguir lo que salva y lo que condena.
La actitud de Lanzmann frente a él tampoco ayuda a la conciliación de
la conciencia. El cineasta reconoce abiertamente su respeto por él; un
hombre que vivió en Roma porque no podría haberlo hecho nunca en Israel; un hombre despreciado y castigado por todos:
los suyos y sus enemigos. Los 'doyens', todos ellos, fueron rápidamente
tachados de colaboracionistas. La presencia de uno de ellos en el
juicio de Eichmann incendió los ánimos de la concurrencia y,
precisamente, esa furibunda reacción de la comunidad judía acabó por
hacer mella en los escritos de Hanna Arendt.
Este año hemos podido ver, por ejemplo, los documentales 'The act of
killing', de Joshua Oppenheimer, y 'L'image manquante', de Rithy Panh,
en los dos casos el horror, sea en Indonesia o en Camboya, se sirve de
la ficción para hacer comprender su verdadera dimensión; su profunda
culpabilidad. Se trata de ir más allá de simplemente lo real; de los
hechos en bruto. Ninguno de los dos documentales habría sido posible sin
'Shoah'. 'El último de los injustos' tampoco.
También él viaja más allá de la realidad mostrenca; también él subvierte las reglas del género; también él se asoma más allá del horror.
Todos nacen de la necesidad de despertar a la bestia, de reconstruir
hoy, cuando todo parece cosa del pasado remoto, lo atroz por dentro para
no olvidarlo.
Lanzmann, de nuevo, acierta a contar hoy el Holocausto contra el
aburrimiento de lo ya sabido y lo hace porque sólo es posible pensar lo
que somos a partir de él. Cuando Murmelstein reclama para sí el
beneficio de la comprensión nos descubre que la voluntad adocenada de
intentar borrar el pasado culpando simplemente a los nazis, a los malos, a los otros, también es culpable. Y olvidarlo es condenarse.
Fuente:elmundo.es
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