viernes, 17 de octubre de 2014

¿De dónde procede el recelo histórico contra los judíos? ( Diario ABC)

                                                                            
El carácter monoteísta de la religión judía granjeó a su población la enemistad de muchos pueblos de la Antigüedad. Era, en esencia, el miedo a lo distinto en un mundo poblado por religiones politeístas. La aparición del Cristianismo, que también cree en un solo dios, significó un punto de inflexión para los hebreos, pero a peor. La Iglesia presentó a los judíos como los responsables de asesinar al verdadero Mesías y los usaron como cabezas de turcos de todos los males durante la Edad Media. Esta disposición histórica fue recuperada con la eclosión del nacionalismo en el siglo XIX y llevada a su máxima expresión por el Régimen Nazi.
«Los judíos han elevado su odio a la humanidad al nivel de una tradición», escribió el griego Diodoro Sículo en su «Biblioteca histórica» del siglo I antes de Cristo. La agresiva respuesta de los israelitas («Hijos de Israel») al proceso de helenización iniciado en tiempos de Alejandro Magno les ganó el prejuicio de pueblo «ultranacionalista». En el año 168 antes de Cristo, Antíoco IV de Siria, de la dinastía Seléucida, (descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno) asaltó Jerusalén e impuso el culto a Zeus entre la población. Esta medida levantó una revuelta dirigida por el clan de los Macabeos, que se mostraron muy violentos con los enemigos capturados. Desde entonces, se encendió el recelo contra los judíos por todas las regiones de influencia griega.
La llegada de los romanos a Judea no mejoró la percepción que se tenía de los judíos en el exterior. Los romanos veían en el monoteísmo judío una forma de rebelión política, y consideraban que sus costumbres, como la prohibición de comer carne de cerdo o la circuncisión, eran propias de bárbaros. La incomprensión mutua, tampoco los hebreos toleraban las tradiciones romanas, dio lugar a numerosos episodios bélicos durante toda la dominación romana. La aparición del Cristianismo empeoró la situación, puesto que los primeros padres de la Iglesia presentaron el Judaísmo como una «secta» que había asesinado al auténtico Mesías.
En consecuencia, la Edad Media fue un periodo terrible para los judíos europeos. Las autoridades emplearon los ataques contra la población hebrea a modo de válvula de escape de los problemas sociales. Las falsas acusaciones de que los hebreos profanaban hostias sagradas y perpetraban asesinatos rituales, sobre todo en niños, fueron usadas para justificar el asalto a las juderías. A causa de esta persecución, que les prohibía en la mayoría de ciudades ejercer como soldados, agricultores o abogados y casarse con cristianos, los judíos se vieron obligados a dedicarse a profesiones que, como los prestamistas o los recaudadores, aumentaron los prejuicios contra ellos. Cabe mencionar que la usura, el cobro de intereses en un préstamo, estaba mal visto moralmente entre los cristianos. Y en no pocas ocasiones, los deudores cristianos aprovechaban un estallido de violencia religiosa para asesinar a sus acreedores.

El odio racial desplaza al político

A partir del siglo XV, la hostilidad hacia los hebreos vivió un importante repunte. La expulsión de los judíos de España y Portugal trasladó la migración al norte de Europa, donde la revolución religiosa iniciada por Martín Lutero los situó entre dos fuegos. Tras un intento fallido de atraerlos a su causa, Lutero propuso su expulsión y la quema de sus sinagogas por todo el norte de Europa. Además, el reformador escribió el que está considerado como el primer texto antisemitista moderno, «Contra los judíos y sus mentiras».
No obstante, el nacimiento del antisemitismo como corriente de pensamiento surgió más tarde, en el siglo XIX, íntimamente ligada a la eclosión de los nacionalismos. Cuando los judíos por fin consiguieron la igualdad legal en la Europa occidental –en Rusia y otros países de su entorno la persecución seguía siendo incesante–, su entrada en la esfera pública les costó un nuevo tipo de aversión de carácter político. Ahora, el odio no era religioso sino por el éxito económico y político.
«El judaísmo equivale a una gota de sangre ajena con gran poder de destrucción en el cuerpo germano», escribió a finales del siglo XIX el teólogo alemán Adolf Stocker. Una corriente de opinión extendida por toda Europa, algo menos en el caso de España y de Gran Bretaña, que culpaba a los judíos de todos los problemas económicos. La población, en efecto, percibía que los hebreos monopolizaban profesiones como profesores, médicos o abogados. No en vano, la mayoría de judíos residían en zonas urbanas y siglos de marginación habían convertido la educación en su única arma disponible para progresar socialmente.
En paralelo al surgimiento del movimiento Sionismo de la mano de Theodor Herzl y del acoso a los judíos en la Rusia comunista, Adolf Hitler hizo del antisemitismo la bandera de su proyecto político. El Régimen Nazi responsabilizó a los hebreos de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial e inició una salvaje campaña que tuvo su punto álgido en la Noche de los Cristales Rotos, en 1938. Esa noche se quemaron 267 sinagogas, se saquearon cerca de 7.500 comercios judíos, se detuvieron a 20.000 alemanes de origen hebreo y se impuso una gran multa a esta comunidad para «compensar los daños».
Era el germen de la denominada por los nazis como «Solución final»: el intento de exterminar a la totalidad de la población de esta religión en Europa. A cargo de su planificación, organización administrativa y supervisión estuvo Heinrich Himmler y se calcula que cerca de seis millones de judíos murieron durante uno de los mayores genocidios en la historia de la humanidad. El antisemitismo llevado a su máxima expresión.

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