lunes, 12 de junio de 2017

6 días de junio - Gabriel Albiac

 
Cambian las vidas cuando cambia el léxico. Aquel verano del 67 iba a traerme una palabra nueva: «antisemitismo». Yo acababa de cumplir los 17. Lo judío me caía tan cerca, más o menos, como la galaxia Rigel. Y el neologismo «antisionista» no era aún de uso común: acabaría por ser password de todos los progresismos, pero eso llegaría algo más tarde.
Y, de repente, la «guerra de los seis días». Que nada tuvo de esa sorpresa que es de rigor proclamar ahora. Cualquiera que leyera la prensa u oyera la radio sabía que el choque era inminente. La sorpresa -ésta sí, absoluta- fue su desenlace. Sorpresa y, sobre todo, desilusión. La España oficial, por supuesto, pero también buena parte de Europa, rumiaban con poco disimulo su deseo: que los ejércitos árabes hagan el trabajo que Hitler dejó a medias. En 1967, no era sólo una consigna neonazi.
¿Ataque por sorpresa? No, no hubo nada de eso. Nasser venía, en Egipto, predicando la aniquilación judía desde al menos tres años antes. 1964: «El peligro de Israel consiste en la existencia misma de Israel»; 1965: «No entraremos en Palestina con el suelo cubierto de arena. Entraremos con el suelo empapado en sangre… Aspiramos a la destrucción del Estado de Israel… Nuestro objetivo es la erradicación de Israel».
A partir de mayo de 1967, la movilización de los ejércitos egipcio y sirio se desdobló en una retórica bélica irreversible. Háfez al-Assad, entonces sólo ministro de Defensa sirio, 20 de mayo: «Yo, como militar, creo que ha llegado la hora de entrar en una batalla de aniquilación». Nasser de nuevo, 27 de mayo: «Nuestro objetivo será la destrucción de Israel»; 28 de mayo: «No aceptamos ninguna coexistencia con Israel»; 30 de mayo: «Esta acción cambiará el mundo». El 4 de junio, el presidente de Irak, Abdul ar-Rahmán Arif, se une a la alianza militar con Egipto, Jordania y Siria: «La existencia de Israel» -proclama- «es un error que debe rectificarse. Ésta es nuestra oportunidad de borrar la ignominia que ha caído sobre nosotros desde 1948. Nuestra meta es clara: barrer a Israel del mapa». Un día después, el 5 junio, la aviación israelí tomó la iniciativa y destruyó en tierra la aviación aliada. La operación militar más asombrosa del siglo XX comenzaba. Al cabo de seis días, los 215.000 hombres de la alianza árabe fueron deshechos por los 125.000 del Tsahal israelí.
¿Fue, para Israel, una victoria «barata»? Es otro tópico insostenible. Los 777 muertos y 2.586 heridos israelíes durante esos seis días equivalen, en proporción poblacional, al doble de las bajas estadounidenses a lo largo de los ocho años de guerra en Vietnam.
¿Siguieron a la victoria imposiciones exorbitantes sobre los vencidos? Es difícil aceptar eso, si se analiza lo sucedido el 17 de junio en Jerusalén, cuando Moshe Dayan, tras haber recuperado la ciudad que es corazón del judaísmo, concede a las autoridades musulmanas el pleno control sobre el Monte del Templo, epicentro religioso de la capital; y cuando su acuerdo excluye del derecho a orar allí a los mismos judíos que se habían jugado la vida por recuperar el lugar sagrado de sus mayores. Así sigue.
En aquel verano del 67, leí las Reflexiones sobre la cuestión judía de J.-P. Sartre: «La causa de los israelíes estaría casi ganada, si sencillamente sus amigos hallaran para defenderlos un poco de la pasión y perseverancia que sus enemigos ponen para destruirlos, si entendieran todos que el destino de los judíos es su destino propio». Y las palabras fueron cobrando sentido.

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