Jerusalén liberada - Gabriel Albiac
"Y es que Israel es lo que queda de Europa. Cuando Europa se extingue" - Albiac
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¿Quién
teme a Jerusalén? ¿Quién teme que la milenaria capital judía sea hoy
proclamada capital de los israelíes? Cada vez que hemos de preguntarnos
por lo obvio es que algo funciona mal. Y que no osamos siquiera decir su
nombre: miedo.
Lo primero es establecer los datos. Cualquier
análisis puede sólo venir luego. En cuanto a las valoraciones, poco cabe
decir. No hay, por definición, valoración que escape a lo arbitrario.
Todos las tenemos. Pero mejor guardarlas. Valorar, en política, sólo
conduce a engañarse. Autoengañarse, en la hipótesis más benevolente.
El
dato. No es Trump. Es el Congreso americano quien decide, en 1995,
aprobar la ley que fija Jerusalén como lugar para la Embajada en Israel
de los Estados Unidos. Desde esa fecha, el mantenimiento de la legación
en Tel Aviv es transitorio, a la espera de que el Ejecutivo proceda a
dar eficacia al mandato del legislativo. La transitoriedad ha durado 22
años. Demasiados. Pero eso no resta un átomo de vigencia a la decisión
parlamentaria. Trump da realidad ahora a lo que tres presidentes no han
tenido el coraje de ejecutar. Esa es la única novedad y a eso se reducen
los datos. No hay innovación ni legal ni política. Hay el fin de una
dilación de legitimidad dudosa.
Ni
un solo factor histórico o político puede cuestionar lo obvio. Que
Jerusalén es la capital de Israel. Que lo ha sido siempre. Incluso
durante los casi dos mil años a lo largo de los cuales Israel no ha
existido más que en las almas de sus hijos y en sus textos. Más entonces
que nunca. Y, al cabo, puede que aún más que el retorno a Israel haya
sido el retorno a Jerusalén lo que haya movido a la perseverancia de un
pueblo que cifró en las piedras del muro del Templo su identidad más
pura. Y al que quizá nada haya conmovido tanto, en esos largos siglos de
destierro, cuanto la evocación del Salmo 137: "Junto a los ríos de
Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos al acordarnos de Sión. De
los sauces de allí colgamos nuestras cítaras, aunque nuestros carceleros
nos pedían cantos y nuestros capataces alegría: "¡cantad algún canto de
Sión!’ ¿Cómo hemos de cantar el canto de Yahveh sobre suelo extranjero?
Jerusalén, si yo te olvido, olvídese de mí mi mano diestra. Pégueseme
la lengua al paladar, Jerusalén, si no te recordare, si a Jerusalén no
alzara por cima de mi alegría..."
No hay obstáculo histórico. No
lo hay político. Ni siquiera coartada. Jerusalén, aún más que su
capital, es Israel. Y, aún más que una ciudad, es el pueblo judío: su
símbolo y su arquetipo. Y es también el paradigma de la única sociedad
libre y democrática en el Cercano Oriente: la que, tras la guerra de los
Seis Días tiene la generosidad, inconcebible en cualquier otro
horizonte, de ceder al enemigo vencido la administración del corazón más
sensible de la ciudad: la explanada del Templo. Puede que fuera, en lo
político, un error catastrófico de Moshe Dayan tras liberar la Ciudad
Santa. Pero, en aquel desapego que llevó a Israel a ceder a las
autoridades musulmanas la adminis tración plena de ese lugar sagrado
resuena lo más noble del respeto europeo hacia todas las religiones: aun
hacia las más bárbaras. Y es que Israel es lo que queda de Europa.
Cuando Europa se extingue.
¿Hay algún otro tipo de motivos para
que Europa vea con malevolencia ese acta de realidad que pone en
Jerusalén la capital judía? Sí. Pero da vergüenza decirlo. Se llama
miedo al chantaje terrorista: a la OLP hace años, al yihadismo ahora. Y
eso es Europa: su miedo.
Fuente : abc.es
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