jueves, 16 de diciembre de 2010

Jacques Stroumsa: la victoria de un hombre sobre el nazismo



Fue posible un modo de vencer al nazismo. Sobrevivir, contarlo. Ésa es la victoria que les quedó a unos pocos. Acaso soportar durante toda una vida la memoria y la condición de víctima, vencer a la tentación del suicidio o de la locura, a la ignominia de pertenecer a la misma especie que los asesinos estatales e idealistas que los excluyeron de ella. La palabra y la música.

El 8 de mayo de 1943, Jacques Stroumsa, nacido en enero de 1913, llegó, con su familia y otros 2.500 judíos procedentes de Salónica, a una estación terminal. Se les hizo bajar de los vagones mientras recibían órdenes en alemán. Las mujeres y los jóvenes fueron separados de los viejos. Jacques pensó que su mujer y sus padres irían en los camiones y él, como todos los jóvenes, a pie. Jamás los volvió a ver. El destino, un mundo desconocido para él en ese momento, tenía un nombre: Birkenau (Auschwitz II).

Después de ser rapado y de que le tatuaran un número en el brazo izquierdo, un amigo suyo, médico, pronunció la expresión "campo de concentración". Era la primera vez que la oía. Le aconsejó que nunca fuera al hospital, por muy enfermo que estuviera. Le dijo que ya no tenía mujer, ni padre, ni madre. En unas horas, los que no estaban tatuados estaban muertos.

Enseguida entró en un bloque. En él le estaba esperando un kapo con la estrella negra, lo que significaba que se trataba de un criminal llevado desde cárceles alemanas para cumplir su condena en el campo.

Jacques era ingeniero. Por este motivo fue llevado al complejo industrial de Auschwitz, treinta días después de su llegada al infierno. Allí comenzó a trabajar en una fábrica de bombas de mano. Su profesión, su edad y su talento para tocar el violín fueron, probablemente, las causas de que salvara la vida. En todos los campos de la muerte había banda musical, buena prueba del indudable carácter progresista y civilizado de la sociedad nacionalsocialista alemana, y de su sensibilidad artística. Según cuenta, por ejemplo, Toivi Blatt, en el campo de exterminio de Sobibor la orquesta de música recibía a los judíos procedentes de Francia y Holanda horas antes de que fueran convertidos en humo. Rudolf Reder, en su libro sobre Belzec, campo del que fue uno de los tres únicos supervivientes, recuerda, con toda la potencia poética de la sencillez verbal más limpia, más austera, más verdadera, cómo la música sonaba mientras las cámaras procedían al gaseamiento de los judíos:

At the same time the wails of the people being suffocated in the chambers were audible, the orchestra was playing...

La orquesta sigue tocando... Tras el Holocausto la música sigue sonando, las estrellas siguen brillando:

El proceso [de exterminio de judíos en Sobibor] en el que Toivi Blatt [superviviente e integrante de la fuga de dicho campo] participó era tan eficiente, tan bien diseñado para evitar todo tipo de trastornos, que tres mil personas podían llegar, ser despojadas de sus posesiones y prendas de vestir y, finalmente, ser asesinadas en un lapso de menos de dos horas. [Blatt:] "Cuando el trabajo hubo acabado, cuando los cuerpos fueron retirados de las cámaras de gas para ser quemados, recuerdo que pensé que era una noche hermosa, estrellada, realmente tranquila (...) Tres mil personas habían muerto, pero nada había pasado. Las estrellas estaban en el mismo lugar" (Laurence Rees, Auschwitz, cap. 4).

Seguramente gracias a la necesidad de violinistas para la banda musical de Auschwitz, Stroumsa vivió unos meses más; hasta que un día, el 20 de enero de 1945, las máquinas de la fábrica pararon. El campo iba a ser evacuado y los prisioneros que, como él, quedaban vivos y en condiciones de caminar emprendieron, hambrientos y débiles, la llamada "marcha de la muerte", a unos 20 grados bajo cero, durante cuatro días y cuatro noches. Tras la marcha fueron introducidos en un tren con destino a Mauthausen (Austria). Allí trabajó Stroumsa durante otros cuatro meses, hasta que las máquinas se volvieron a detener.

Su siguiente destino fue un campo de prisioneros. El 8 de mayo de 1945 vio pasar unos tanques enormes. No sabía quiénes eran. Sólo se dio cuenta de que eran soldados americanos cuando vio la marca de los cigarrillos que llevaban, prosaico símbolo de la libertad.

Cuando llegó a Francia recibió, como todos los supervivientes, 1.000 francos, que guardó para comprar un violín. Entró en una tienda y probó un violín que no podía adquirir con el dinero que tenía. En la soledad de la tienda, tocó el concierto 80 en la mayor de Mozart. Dos años después, la vendedora se lo regaló.

Jacques Stroumsa ha fallecido en Jerusalem el día 14 de noviembre de 2010 a los 97 años de edad, 65 años de victoria sobre el nazismo como superviviente. El 28 de agosto de 2007, en Yad Vashem, relató esta historia, como la había relatado otras muchas veces y como aún la relataría muchas más. A partir de ese testimonio ha sido transcrita. Un testimonio en un ladino delicioso, que a los españoles podía sonarnos como la voz de la España medieval. Narraba el horror más extremo con una serenidad implacable, con una frialdad inflexible, transparente, libre de cualquier atisbo de sentimentalismo, de cualquier tentación de retórica, rasgo común a todos los supervivientes que he conocido o leído. Mientras no pocos de los asistentes se habían solazado, durante las intervenciones en sesiones precedentes, en el recurso consolador de adjetivar el exterminio, congraciándose acaso con la propia conciencia y con la especie humana, Stroumsa, que realmente sabía de lo que hablaba, cumplía a rajatabla la máxima ética (y estética) de ceñirse al relato de lo sucedido, a lo sustantivo, mostrar sin más la historia, sabiendo que calificarla de algún modo es rebajarla, abaratarla, traicionarse a uno mismo y a los que no pudieron contarla. Contaba su relato sin ensuciarlo con juicios de valor ni contaminarlos con sentimentalismos falsos y obscenos, ese imperativo racional que ningún superviviente osaría infringir. Hablaba con la sencillez poética del que está diciendo verdad, porque está diciendo el horror. Su valioso testimonio puede encontrarse en sus libros autobiográficos: Escoger la vida y Violinist in Auschwitz: From Salonica to Jerusalem, 1913-1967.

Y es que los testimonios de los supervivientes constituyen todo un género literario en sí mismo, con sus peculiaridades literarias y con un alcance filosófico de gran potencia, derivado de la estricta narrativa de los hechos. Acaso este género literario suponga un retorno a la condición más originaria y elemental de la narración en un plano que es, no obstante, radicalmente opuesto al de su génesis. El material que nutre estos textos no pertenece a los mitos de un pueblo, que operan como elementos de construcción de identidad cultural o ideológica. Su material, con una carga literaria que ningún relato de ficción puede igualar, a tales extremos de horror y belleza llega la realidad, es el acontecimiento histórico del exterminio sistemático de los miembros de un pueblo por un Estado del futuro y del progreso. El relato de los supervivientes no contribuye a la construcción de un pueblo. Es, por el contrario, el esfuerzo por desvelar la destrucción de un pueblo y la forma de sobreponerse con palabras a él.

De ese entramado burocrático e industrial que fue el Holocausto, en el que al individuo no le quedaba margen más que para la muerte y para diversos grados de complicidad y abyección, brota la necesidad de sobrevivir a toda costa, al menos para una sola cosa: contarlo. Así, se da el testimonio del superviviente como fuente de narración. El superviviente es sujeto y agente de su propia tragedia. Héroe y traidor. Víctima y cómplice. ¿Cómo verbalizar esa dualidad extrema? La palabra se resigna a mentir desbordada de verdad, a clamar en el desierto de la ausencia definitiva de Dios, de la presencia ominosa del hombre, esa especie depredadora con cobertura simbólica, con vocación de sentido:

No había Dios en Auschwitz. Las condiciones eran tan horribles que Dios decidió no ir allí. No rezábamos porque sabíamos que eso no serviría de nada. Muchos de los que sobrevivimos somos ateos. Simplemente no confiamos en Dios. (Linda Breder, en Laurence Rees, op. cit.).

Y, en fórmula más concisa, Elie Wiesel (en La Noche):

Todo ha terminado. Dios no está ya con nosotros.

La palabra de los supervivientes lleva dentro la carga de la verdad, del desvelamiento del Absoluto (Mal), del Mal (Absoluto). Esa verdad que sólo la voz de los silenciados puede contener. El testimonio del superviviente es la traición necesaria para que sea oído el silencio de los muertos. Es la participación en el horror, sin la que no hubiera habido testimonio del horror.

El valor del testimonio de los supervivientes y de su condición misma de supervivientes es incalculable, y sin embargo este valor es, diríamos, indirecto en cierto modo, porque es infinitamente más verdadero el silencio de los que no sobrevivieron al horror totalitario. Pero estos testimonios son condición de posibilidad para que la verdad silenciosa de los exterminados se haga oír. Sin esas voces, el silencio verdadero de los asesinados se convierte en olvido victorioso de los asesinos. Y el olvido es ignorancia, y la ignorancia es servidumbre, la peor de las muertes, según Platón.

La palabra ofrece la parte humana del horror, la parte soportable. El silencio lo apunta, lo roza en toda su pureza. La palabra escrita es casi una traición que convierte en tolerable lo que no lo es, pero una traición necesaria, la única forma de traición que no traiciona a los acallados por las cámaras de gas (y el resto de procedimientos de las maquinarias de la muerte), condenados a un silencio que es el verdadero legado transmitido por los supervivientes.


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