Arnost Lustig fue una de esas víctimas. Apresado por los nazis en su
Praga natal, pasó por los campos de Theresienstadt y Auschwitz. Ante el
avance del ejército soviético, los nazis lo trasladaron, junto a miles
de sus compañeros, a Buchenwald. Pese a todas las penurias, logró
sobrevivir; pero los nazis, ante el avance imparable de los Aliados,
evacuaban los campos antes de que éstos llegaran: no debían conocer la
existencia del Holocausto. Así comenzaron las terribles
Marchas de la Muerte.
Lustig fue enviado a Dachau, cerca de Múnich, pero logró escapar del
tren que le trasladaba cuando su locomotora fue bombardeada, por error,
por los estadounidenses. Pese a su terrible estado físico y anímico,
logró llegar a Praga y participar en el levantamiento del 5 de mayo de
1945 contra los nazis.
Concluida la guerra, fue corresponsal de Radio Praga en Israel (durante
la guerra árabe-israelí), Estados Unidos y diversos países de Europa y
Asia. También comenzó su carrera como escritor y guionista, hasta que,
por su oposición al régimen comunista, se vio obligado a abandonar su
país y emigrar a Estados Unidos, donde trabajó como profesor de
Literatura. Tras la caída del régimen regresó a Checoslovaquia, donde
fue honrado por las autoridades por su contribución a la cultura checa:
recibió diversos galardones, como el prestigioso
Premio Kafka (2008), y el presidente Havel le concedió un apartamento en el castillo de Praga. Lustig falleció en 2011, a los 84 años.
Su obra literaria refleja toda una vida de lucha, sufrimiento y
desarraigo; pero si hay un tema que predomina, tanto en sus relatos como
en sus guiones cinematográficos, es el de la Shoá: sus propias
experiencias, las de sus compañeros en los campos de concentración,
incluso historias que le narran otros supervivientes tras la guerra son
el centro de su obra. Es el caso de
Una oración por Katerina Horovitzová, inspirada en hechos reales.
La historia de Katerina es la de tantas jóvenes checas capturadas por
los nazis: apresada junto a toda su familia, fue trasladada en tren, en
horribles condiciones, a un campo de exterminio. Muchos de los ocupantes
del tren saben a dónde los conducen: se suponía que la Solución Final
era el secreto mejor guardado del Reich, pero los nazis no pudieron
evitar que los rumores, los comentarios de quienes habían visto el
horror, se difundieran. No fueron pocos, en Alemania y fuera de ella,
los que prefirieron no creerlos o mirar hacia otro lado, ignorar los
asesinatos. Ese vergonzoso silencio no pudo impedir que muchas víctimas,
como las de nuestro relato, supieran que, cuando los alemanes las
capturaban, su destino no era la prisión o un campo de trabajo, sino la
muerte.
La familia de Katerina es humilde, trabajadora. Padres, abuelo, seis
hermanas. El negocio familiar era un taller de ebanistería, finalmente
expoliado por los nazis. Poco se nos cuenta de la vida de la familia
antes de su detención. Sólo a través de pequeñas pinceladas, de
comentarios o recuerdos de la protagonista, podemos hacernos una idea de
ella. Katerina es bella, deslumbrante, alegre, le gusta bailar y ser el
centro de todas las miradas. Eso hace que sus padres teman por ella más
que por el resto de sus hijas: demasiadas historias han oído ya de
muchachas violadas, ultrajadas de forma atroz por los nazis. Sería mejor
que llamara menos la atención; que, como sus hermanas, camuflara su
belleza, sus formas. Pero la joven es insensata, sólo piensa en sí
misma, en su arte, en llegar a ser una gran estrella que deslumbre a
cuantos la contemplen.
Todos sus sueños se desvanecen en apenas unas horas. Tras un trayecto
infernal, hacinada en un tren, llega al campo, donde escucha los
susurros de sus compañeros: "El gas está aquí". Ella no comprende a qué
se refieren. Por eso, cuando su padre anuncia que han llegado allí para
morir, ella se rebela, no entiende por qué debe ser ése su destino y
anuncia simplemente: "Pero yo no quiero morir".
Esas
palabras, unidas a su porte, a su mirada orgullosa, llaman la atención
de un rico estadounidense, el señor Cohen, que, por azar, también se
halla en el campo: forma parte de un grupo de veinte judíos
estadounidenses capturados en Sicilia y trasladados hasta Polonia. Se
rumorea que los alemanes planean canjear a los americanos por algunos de
sus altos mandos, prisioneros de los Aliados. Son tratados con toda
cortesía por Bedrich Benske, jefe de los servicios secretos y
responsable de su traslado al Oeste. Mientras aguardan en el andén de la
estación del campo, Cohen admira a Katerina y decide salvarla,
incluirla en su grupo y llevarla consigo a la libertad.
El americano plantea la cuestión a Benske, que, como siempre, se
muestra obsequioso. Katerina podrá acompañarles, ciertamente, pero eso
generará retrasos y costes, muchos más costes. Cada vez que el nazi se
presenta para hablar con el grupo de Cohen es para comunicarles que ha
habido un retraso, o un nuevo coste, que, naturalmente, los propios
estadounidenses deberán asumir. No se habla en ningún momento de
rescate,
de un precio por la libertad: son trabas burocráticas, permisos, coste
de combustible, medios de transporte... Entre americanos y alemanes debe
haber un entendimiento, afirma Benske, pues son aliados naturales;
cuando las "circunstancias presentes" cambien, dice, refiriéndose a la
guerra, ambas naciones lucharán juntas contra un "enemigo común" (el
comunismo).
Benske es un personaje desasosegador: recuerda inevitablemente a
Goebbels, con su manipulación del lenguaje, sus frases grandilocuentes,
sus maneras engañosamente amables. Juega una partida de ajedrez con
Cohen, en la que el propio americano, sus compañeros y Katerina no son
más que peones, meras piezas, como las que tallaba el padre de la
protagonista en su taller. En él se resume todo el régimen nazi:
fanatismo, crueldad, tortura física y psicológica, mentira, robo...
Desea acabar con sus víctimas no sólo físicamente, también moral y
psicológicamente. Para ello les arrebata primero sus riquezas, luego su
voluntad, su dignidad y, finalmente, la vida. La codicia se combina en
él con la perversidad: podría quitarles el dinero, pero es más
denigrante hacer que sus propias víctimas se lo entreguen
voluntariamente,
como en una transacción comercial rutinaria. Ante cada nuevo retraso,
cada nuevo pago, trata de tranquilizar a sus prisioneros mostrándose
abatido, asegurándoles que no hay otro camino para llegar a la
solución final de sus problemas.
Mientras, los norteamericanos se muestran cada vez más inquietos. En un
principio habían asumido con cierta calma su destino, pensando que su
dinero les protegía y les hacía valiosos para los alemanes de cara a un
intercambio de prisioneros. Pero el canje cada vez se demora más, y cada
vez es más caro. Y ese campo de prisioneros les ataca los nervios: los
pocos presos a los que han visto tienen un aspecto terrible, los
guardias son brutales y no para de salir humo por unas extrañas
chimeneas. Además, una ceniza parda, grasienta, lo cubre todo, se pega a
ellos y no desaparece su penetrante olor. Los nervios, la impaciencia,
se convierten en miedo. ¿Qué es realmente ese lugar?¿Lograrán salir de
allí alguna vez?
Una oración por Katerina Horovitzová es el relato sobre la
Shoá más desasosegador, más angustioso que he leído en años. No por lo
que muestra, sino por lo que deja adivinar. Muestra con enorme realismo
una parte del exterminio nazi que a veces se olvida: la tortura
psicológica a la que sometían los verdugos a sus víctimas. No se trataba
de destruir sólo sus cuerpos, también sus mentes. Infundirles miedo,
inseguridad, hacerles perder la razón. Privarles de sus bienes
materiales mediante el robo, el chantaje y el expolio, y arrebatarles
también los inmateriales: dignidad, libertad, humanidad. Hacer que hasta
sus nombres se perdieran en el olvido.
Hoy en día no sólo hay quienes niegan la Shoá; hay otro grupo, mucho
más numeroso, que acepta que existió pero que juzga se habla
demasiado
de ella. La consideran algo incómodo, algo del pasado. He conocido a
gente que cree que los campos de concentración y exterminio que se
conservan como memorial deberían destruirse, que no deberían escribirse
tantos libros sobre el tema, que es un agobio y así no progresamos. No
puedo estar más en desacuerdo con ellos. El recuerdo permanente de ese
momento terrible de nuestra historia debe acompañarnos, debe conservarse
para las futuras generaciones por muchos motivos: como aviso del
peligro de los totalitarismos; como recordatorio de la crueldad de la
que es capaz el ser humano, y también como homenaje al heroísmo y el
sacrificio que muchos demostraron.
No dejemos que el recuerdo de las víctimas desaparezca, como el humo y las cenizas de esos campos de la muerte.
ARNOST LUSTIG: UNA ORACIÓN POR KATERINA HOROVITZOVÁ. Impedimenta (Madrid), 2012. 168 páginas. Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús.
Fuente:libertaddigital.com