Con el general y exprimer ministro Ariel Sharon se va una de las grandes figuras de una generación crucial en la historia de Israel,
formada por nacidos en Palestina en los días del Mandato Británico,
hijos de una emigración forzada y crecidos en un entorno de rechazo a su
propia existencia, en el que la violencia era una constante cotidiana.
Sobre ella recayó la responsabilidad de hacer frente a cuatro guerras
vitales: Independencia, Sinaí, Seis Días y Yom Kipur, y
sobre ella se levantó un país democrático con un I+D+i de los más altos
del mundo y más premios Nobel en sus campus universitarios de los que
España va a tener en un futuro próximo.
De padres bielorrusos con formación universitaria, huidos del
comunismo soviético y contrarios a ensoñaciones y experimentos
socialistas, Ariel nació y creció en un ambiente agrario, muy comprometido con la causa sionista.
Con 14 años ya formaba parte, como muchos de sus compañeros, de una
unidad paramilitar diseñada para el adiestramiento de los jóvenes, de la
que pasó a la Haganah, el embrión de Ejército que defendería el recién
creado estado de Israel durante la Guerra de la Independencia. Para
entonces ya había demostrado las cualidades de liderazgo que le
llevarían al generalato, tras una brillante carrera militar que le
confirió una gran popularidad.
Aquella no es una tierra fácil, donde la vida esté garantizada por un ambiente de orden y unos eficaces servicios sociales. Allí la vida pende de un hilo,
siempre expuesta a un atentado terrorista, a un cohete que llegue de
Dios sabe dónde o a la próxima guerra, esa que no sabemos con quién será
pero que llegará inexorablemente en unos pocos años a más tardar. Es la
razón por la cual sus habitantes se caracterizan por un estilo directo,
cuando no agresivo, y una disposición a comerse la vida a bocados.
Ariel Sharon siempre fue más allá. Hasta para los estándares israelíes
su carácter resultaba excesivo por su forma tempestuosa y demasiado
personalista de actuar.
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La vida forja a las personas y la juventud y primera madurez de Ariel
Sharon fueron cualquier cosa menos fáciles. Defendió su país desde unas
milicias apenas dotadas de medios, colaboró en la creación y
organización de su nuevo ejército y como oficial dirigió unidades en el
campo de batalla en cuatro guerras, a menudo con extraordinaria
brillantez, en ocasiones planteando dudas sobre su responsabilidad en la
muerte de civiles. Sin entender este período apenas podremos acercarnos
a entender su personalidad, privada o política, que le proporcionaría tanta popularidad como críticas en Occidente.
Siguiendo la estela familiar, Sharon rechazó la vía socialista para construir Israel
y optó por militar en el partido nacionalista Likud, desde donde
desarrolló una intensa, polémica y en ocasiones trascendente vida
política. Ocupó distintos ministerios para acabar siendo primer ministro
y en todo momento fue un referente en el debate estratégico. La I
Guerra del Líbano, que vivió como ministro de Defensa, cayó sobre él
como una losa, tanto por sus consecuencias como por lo sucedido en los
campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, cuando milicias
cristianas aliadas de Israel entraron provocando una inexcusable
matanza. No pudo demostrarse responsabilidad directa, pero la gravedad
de lo ocurrido forzó su dimisión.
Nunca confió en Yaser Arafat ni en los dirigentes de
Fatah. El proceso de paz iniciado en Oslo y Madrid despertó en él más
temores que esperanzas, convencido de que sería una trampa para atar a
Israel limitando su margen de maniobra. Las negociaciones en Camp David,
durante el gobierno de su compañero de armas Ehud Barak, fueron el
momento clave para desvelar la falta de sinceridad de los dirigentes
palestinos, provocando el fin de la esperanza en el seno de la sociedad
israelí. Su ascenso a primer ministro y la llegada de George W. Bush a
la Casa Blanca dieron paso a la etapa culminante de su carrera política.
Tras una vida dedicada a la creación y supervivencia del estado de
Israel en un entorno de rechazo y violencia, Sharon trató de establecer
los fundamentos de su seguridad a partir de una clara y definitiva
división del territorio.
Frente a las muchas tonterías políticamente correctas que hemos
tenido que leer o escuchar en medios occidentales, Sharón siempre
concibió el futuro de Israel, del estado judío, como algo distinto y
separado del pueblo palestino. El ensueño de un Israel entre el
Mediterráneo y el Jordán no tuvo en él a uno de sus defensores. Militar
con visión estratégica, entendió la inviabilidad de un estado judío con
mayoría palestina, con o sin derecho de ciudadanía, al tiempo que rechazaba el proceso de Oslo
por la falta de sinceridad palestina. La división no sólo era buena y
justa, sobre todo era una necesidad. Si no había interlocutor fiable
habría que llevarla a cabo de forma unilateral.
Mientras el Road Map de Bush se empantanaba en su primera
fase, tal como todos suponían, empezando por el propio Bush, Sharón daba
los primeros pasos para establecer un nuevo marco de referencia. Frente
al mantra de que en realidad Israel no deseaba retirarse de Gaza y
Cisjordania y que bloqueaba el proceso de paz para tratar de
anexionarse de hecho esos territorios, Sharón, el halcón entre los
halcones, mostró al mundo su disposición a hacerlo. No fue fácil. Tuvo
que abandonar su propio partido para formar otro, Kadima, con el que
liderar una mayoría parlamentaria capaz de hacer frente a un proceso de
esa trascendencia. Se levantaron los asentamientos y se retiraron las
tropas de Gaza.
Israel había demostrado su disposición a retirarse de territorios
palestinos al tiempo que el campo árabe se debatía en una guerra civil
entre islamistas y nacionalistas. Era más evidente que nunca antes que
Israel no tenía interlocutor, que la corrupción y el radicalismo habían provocado una grave crisis institucional en la Autoridad Palestina.
Era el momento de dar el segundo paso: Cisjordania. Aquí no había
fronteras de referencia, el problema de los asentamientos era
incomparablemente mayor y el control de la seguridad del Jordán un tema
irresoluble. Sharon actuó con discreción y no podemos aventurar hasta
dónde habría llegado y cómo habría tratado determinados aspectos clave.
Lo que es seguro es que estaba dispuesto a avanzar posiciones para
separar a ambas poblaciones de forma definitiva, aunque el resultado no
fuera en el corto plazo, porque no podía serlo, un acuerdo de paz que
diera paso a la formación de un estado palestino.
Un derrame cerebral acabó con su carrera política en
su momento más crucial. Lo ocurrido desde entonces ha venido a
demostrar hasta qué punto tenía razón. Netanyahu desde el Likud criticó la retirada de Gaza porque daría paso a un Hamastán. Era cierto, y desde entonces se incrementaron los lanzamientos de cohetes. Todo eso estaba descontado,
era el coste de una operación cuyos beneficios serían con muy
superiores. Israel demostró al mundo su disposición a retirarse de
territorios palestinos, así como la crisis profunda que minaba a la
Autoridad Palestina, todo ello antes de que la Primavera Árabe desvelara
la crisis profunda que anida en el corazón de esa sociedad y que pone
en cuestión su propia convivencia interna.
No hay una solución al problema palestino, como
tampoco la hay para la crisis árabe. Se trata de gestionar de la manera
más inteligente situaciones críticas. Sharón, un militar que sólo
conoció la guerra en sus diferentes variantes, entendió que, tras crear
un estado, librar guerras contra vecinos que negaban su derecho a
existir, transformar su sociedad en una democracia avanzada y con un
cierto nivel de bienestar, era necesario cambiar la estrategia para
lograr la separación entre judíos y árabes en el mayor grado posible y
de la forma más eficiente. Su obra quedó truncada, pero el legado queda
como referente para una sociedad que no ha conocido la paz.
Fuente:libertaddigital.com
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