Solomon Shereshevsky creció en una pequeña comunidad judía rusa.
Era periodista, pero nunca tomaba notas. Hasta que un día de
1905, tras la reunión matinal de la redacción, su jefe se dio cuenta y
quiso echarle la bronca a aquel osado joven de 19 años que ni siquiera
se molestaba en llevar papel y pluma. De aquella bronca, Shereshevsky
acabó en la consulta del psicólogo. O, más concretamente, en la de un
neuropsicólogo.
El reportero afincado en Moscú no apuntaba nada porque era capaz de
recordarlo todo. Palabra por palabra fue repitiendo lo dicho por su
editor, incluyendo numerosos nombres y direcciones aportadas durante el
encuentro previo. Su capacidad —que él mismo desconocía que fuera
extraordinaria— sorprendió tanto a su superior que le puso en contacto
con el experto judío Alexander Romanovich Luria.
En la primera sesión con el hoy recordado como fundador de la
neurociencia cognitiva, Luria sometió a unas duras pruebas a
Shereshevsky: le leyó series de números y letras—primero de 10
elementos, pero acabaron siendo de 70— , fórmulas matemáticas complejas y
textos y poemas en otras lenguas para comprobar si podía repetirlos de
memoria. Y, en efecto, el joven periodista lo hizo sin equivocaciones.
Incluso era capaz de repetirlo en orden inverso. Este fue el punto de
inflexión que llevó al neuropsicólogo a estudiar el caso durante los
siguientes 30 años y a documentar el primer caso de hipermnesia (exceso
de memoria).
Dieciséis años después de la primera sesión, Luria le preguntó a
Shereshevsky si la recordaba. «Sí, fue aquella vez en la que me
recitaste series en tu apartamento. Tú estabas sentado en la mesa y yo
en la mecedora. Vestías un traje gris, y me mirabas así… Ahora puedo
verte diciéndome…». Shereshevsky fue capaz de reproducir todos los
números, letras, poemas de aquel día junto a la descripción gráfica de
la escena, incluyendo la vestimenta del psicólogo. Un hecho que le dio
la pista a Luria de cómo funcionaba la memoria de su sujeto: las
imágenes eran la clave.
Por su parte, Shereshevsky, al darse cuenta de que tenía un don
especial, trató de ganarse la vida con él. Dejó el periódico. Comenzó a
actuar en bares de Moscú en los que mostraba sus habilidades y dejaba a
los asistentes impresionados. Pero todo aquello acabó pasándole factura
por varios motivos… El primero, porque necesitaba una concentración
absoluta: una simple tos era capaz de interrumpir el proceso mental de
Shereshevsky y crear un «borrón» en su memoria. El segundo, porque tenía
asociada a su hipermnesia una fuerte sinestesia, una condición por la
que los sentidos se entremezclan. Es decir, para Shereshevsky las
palabras tenían colores, sabores, peso… lo cual le era muy útil para
recordar, pero eran un problema para desarrollar un vida normal o para
relacionarse con los demás.
«Si leo cuando estoy comiendo, apenas puedo comprender lo que estoy
leyendo. El sabor de los alimentos ahoga y se mezcla con el sentido de
las palabras», contaba Solomon. O el número dos, por ejemplo, era
«plano, rectangular, de color blanquecino a veces casi gris».
Por muy afortunado que pudiera parecer Solomon gracias a su memoria
prodigiosa, lo cierto es que en demasiadas ocasiones ésta era un
problema. El joven no podía mantener una conversación normal, demasiado
estresado por el cúmulo de detalles que retenía, y acababa recordando
hasta el hecho más insignificante de su vida. Tomar una simple decisión
le resultaba casi imposible, ya que toda la información almacenada (y
sin jerarquizar) se le agolpaba en la cabeza. Luria llegó a escribir
sobre su paciente en el libro «Small book about a large memory» que
Shereshevsky a veces parecía que tuviera cierto retraso.
Al final, Shereshevsky dejó la vida del espectáculo y terminó
convertido en taxista por las calles de Moscú. Quien tuviera la memoria
más prodigiosa conocida, murió en 1958, en el más absoluto anonimato.
Fuente: ABC.es
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