Todo prisionero sueña con morir en libertad. No importa que su
encierro haya sido décadas atrás: las huellas no se borran. Las
condiciones de su muerte –ella lo sabía– hablarían de su vida. Un último
aliento lejos de los grilletes y los alambres de púa puede resignificar
toda una etapa signada por el dolor. Para Judith, elegir dónde morir
significó irse de la misma forma en la que vino: libre. Esto cambió su
relación con la muerte. Ya no la veía como un final abrupto sino como un
último símbolo de su lucha. Solo así pude entender cómo lo presentía y
no desesperaba. La última vez que la vi, la comida era la de siempre,
también la vajilla y los integrantes de la reunión. La particularidad:
su abrazo al saludarme. Fue uno de esos apretones que se guardan para
ocasiones especiales: una despedida.
Judith Reisz tenía quince años y vivía junto a su padre Alejandro y
su madre Elena, en un edificio de Budapest. Los nazis ocuparon la ciudad
en 1944 . Las banderas con la esvástica se regodeaban con el viento.
Los judíos, desde hacía tiempo, eran obligados a caminar llevando un
brazalete amarillo con la Estrella de David. Era julio, hacía calor, los
pájaros buscaban la sombra. Los vecinos baldeaban los pasillos y
secaban la ropa. La tarde aplacaba el miedo bajo el amparo de un celeste
perfecto.
Strudel y leche fría. Era una merienda de sábado. Strudel, leche fría
y el ruido agudo de un freno sin aceite. Alejandro vio el camión
militar a través de la cortina blanca del comedor. Un oficial nazi
descendió y apuntó su mirada precisa a la silueta difusa que se veía del
otro lado. Demoró en encontrar la ventana lo que una persona hubiera
demorado en encontrar el sol aquella tarde de julio. Strudel, leche fría
y dos golpes secos a la puerta. Era, una merienda de sábado por la
tarde. Se los llevaron. No hubo gritos ni cadenas. La serenidad perversa
de los soldados lograba que los judíos se asumieran culpables de ser
judíos.
Judith había nacido el 29 de noviembre de 1929, en Kosice, hoy
Eslovaquia y tres semanas después sus padres decidieron mudarse a
Budapest. Alejandro y Elena manejaban una pensión llamada “Casino
Panzio”, eran una familia de clase media en un momento donde la
burguesía judía prosperaba y estaba vinculada con el régimen
aristocrático que manejaba el país.
Su infancia transcurrió entre Budapest y el pueblo de sus tíos y
abuelos, Samorín. Ahí todos la conocían. Era la nieta de Simón, el
panadero y la nena que venía de la gran ciudad, toda una atracción.
Según ella todos sus recuerdos de amor y afecto la remitían a Samorín.
Los nazis trasladaban a los detenidos en trenes de carga. Mi abuela,
presionada contra las paredes del vagón abarrotado miraba entre las
hendiduras de la madera. Afuera, la tarde seguía su curso, hacía calor y
los pájaros buscaban la sombra. Muchos prisioneros mostraban en su
rostro la certeza de saber cuál era su destino. Tenían ojos opacos,
inmóviles. Cambiaron la mirada por el recuerdo. Expresaban una nostalgia
prematura que no necesitaba remontarse más allá del último desayuno.
Judith se refugiaba en los brazos de su padre, un lugar seguro,
infranqueable.
El ruido que provocaba el roce del tren contra los durmientes se
repetía con menor frecuencia. Soldados alemanes comenzaron a escoltar el
tren hasta que se detuvo y pudieron abrir las puertas. Auschwitz era un
lugar oscuro. El campo estaba bajo una sombra constante por el humo de
las chimeneas que tapaba el sol. Los gritos aturdían y los abrazos
idealizados se convertían en murallas de papel. Un hombre le tendió una
mano a mi abuela para ayudarla a bajar. La miró fijo, tembloroso. De
forma cálida y urgente le ordenó con su voz quebrada: “Dí que tienes 18
años”. El grupo fue separado como un rebaño en hombres por un lado y
mujeres del otro. La figura de su padre se desvaneció para siempre entre
los empujones y el apuro de los nazis por ordenar las filas y comenzar
la selección. Judith avanzaba junto a su madre. Adelante de todo: el
doctor Josef Mengele preguntaba el nombre y la edad. Sentado detrás de
un pequeño escritorio se atribuyó un poder divino.
-Judith, 18 años.
-No tenéis 18, pero sería una lástima.
Ir a lo de mi abuela ya era motivo para festejar. La comida llevaba
todo lo que mi madre quería que evitemos: mucha crema, quesos pesados,
panceta y cortes de carne que dejaban sabor a grasa en la salsa. Era
comida de la campiña, pensada para sobrevivir al invierno europeo. La
manteca, el pan, todo era parte de un ritual hipercalórico. A mi hermana
y a mí nos encantaba. La mesa era redonda y no había cabeceras, todos
éramos iguales. Los temas de charla, los de siempre: política, chismes y
tragedias de la vida cotidiana. Sobre la primera, descreía, lo segundo
no le interesaba y lo tercero se desvanecía por su propia esencia. ¿Te
vas a hacer problema por eso? Solía preguntar mientras levantaba la mano
y las cejas. Tragedias eran otras cosas.
En Auschwitz los prisioneros tenían tres opciones y no podían
elegir ninguna. La construcción, los hornos crematorios y la cocina. Los
primeros dos eran sentencia de muerte y la última un lugar de
privilegio. Mi abuela y su madre pelaban papas en la cocina. En cada
bocado extra que se llevaban a la boca, salvaban y arriesgaban su vida.
Solían cortar pedazos de cáscara gruesa y tirarlos por la ventana para
que otros pudieran comer. Una cáscara, un terrón de azúcar, un día más
en el mundo.
Los Aliados y el Ejército Rojo avanzaban sobre las tropas alemanas.
El campo tenía cada vez menos custodia. Algunos alemanes se iban al
frente de batalla, y otros, simplemente desaparecían. Los nazis
ostentaban un poder que se escurría entre las balas enemigas y el
invierno crudo de Stalingrado. Acorralados, trasladaron los prisioneros a
pie, en la que luego fue llamada “La marcha de la muerte”. Con
temperaturas bajo cero, caminaban desnutridos y casi desnudos, hacia
otro campo de concentración. Judith y su madre se hicieron de una bolsa
de azúcar y un par de botas que les regaló una oficial nazi que fue
posteriormente asesinada por ayudar a otros judíos.
Piel y hueso. Nadie conservaba su rostro, nadie conservaba su
nombre. Todo era piel y hueso. Un ejército inmóvil, estéril. Esqueletos
en pijama. Los rusos liberaron el campo pero nadie se movía. No
reconocían la libertad. Allí no había más que piel y hueso. Una vez
terminada la guerra, Judith y Elena regresaron a Budapest. La ciudad
estaba devastada y su casa transformada en oficinas gubernamentales.
Recordaron que en Samorín su tía había ocultado dinero en un galpón
alejado de la casa. Llegaron al pueblo y todos evitaban tener contacto
con ellas. La casa de su abuelo había sido ocupada, no las dejaban
entrar. A pesar de todo, encontraron el dinero escondido y esto les
permitió planear su salida de Europa.
Antes de la guerra, su padre tenía la intención de venir a vivir a la
Argentina. Elena tenía parientes viviendo en el país. Uno de ellos,
Guillermo, conocía gente que se encargaba de traer personas
indocumentadas de Europa a la Argentina. Les escribió para que trataran
de llegar a Génova y tomaran un barco llamado Campana. Partió en dos una
tarjeta personal. Una mitad se las envío por correo y la otra parte se
la dio al contacto que debía encontrarse con ellas en Génova. Los
puertos estaban llenos de estafadores que vendían la falsa ilusión de
poder darles un pasaje hacia una nueva vida. Era necesario tener la
certeza de quién era la persona con la que se tenían que encontrar.
Viajaron en tren a Viena y de ahí a Salzburgo. Para ir de Budapest a
Salzburgo había que atravesar la zona rusa, norteamericana e inglesa,
todo, sin documentos. Por razones que responden al destino pudieron
pasar los puestos de control.
Al llegar a Italia un hombre las ayudó a cruzar la frontera a cambio
de dinero. Finalmente llegaron a Génova. Era la primera vez que mi
abuela veía el mar. Fueron al puerto el día indicado y esperaron que el
Campana estuviera amarrado en algún muelle. Y ahí estaba. Negro y
blanco. Con sus chimeneas humeantes y un mar de gente a su alrededor que
subía decidida a dejar atrás un mundo, para ellos, perdido. El
Mediterráneo abrazaba al Campana. Azul, intermitente. Solo faltaba
encontrar la única pieza en el mundo que completaba el nombre de
Guillermo en la tarjeta.
Judith llegó al puerto de Buenos Aires el 6 de diciembre de 1946 tras
tres semanas de viaje escondida en un camarote. Elena se quedó en
Europa por si algo salía mal. Se reencontraron en Argentina tiempo
después. Conoció a Andrés en reuniones organizadas por la comunidad
húngara en el país. Se casaron y tuvieron dos hijos: Pedro (65) y Marta
(63). Allá se formó para ser docente y fue campeona de bridge. Dedicó
gran parte de su vida a dar conferencias sobre el Holocausto. Contaba su
historia sin dramatismo. Buscaba la reflexión, no el impacto. Al
terminar las charlas su frase de cabecera: “Cualquier tipo de
discriminación abre un camino hacia un nuevo Auschwitz”.
Cualquier tipo de discriminación abre un camino hacia un nuevo Auschwitz
Antes del campo la vida era lineal. Se iban gestando los
primeros rituales y costumbres. La confitería New York es una de las más
refinadas de Europa. El lugar quedó congelado en el tiempo. La sala
guarda más de 120 años de recuerdos, incluyendo los de mi abuela y su
padre. Ellos Iban todos los domingos, pedían un café y tarta Sacher. La
espera transcurría en el suntuoso salón de techos altos con frescos
maravillosos, pintados por los más destacados artistas húngaros del
siglo XIX. Barandas y columnas bañadas en oro, sillas de terciopelo
rojo, pisos y escaleras de mármol, todo, iluminado por arañas venecianas
de cristal. Ahí, nada cambió. La torta Sacher mantiene su receta a base
de huevos, manteca, harina, chocolate amargo y mermelada. Junto con mi
padre, recibimos la venia del mozo cuando pedimos dos porciones. Era lo
clásico. Lo que fue y será siempre bueno. El hombre de smoking blanco y
moño negro nos trajo la orden. Setenta años después, su hijo y su nieto,
continuaron el ritual: café y tarta Sacher.
Recuerdo su cicatriz en la muñeca. Ella se tapó el tatuaje que le
hicieron los alemanes cuando ingresó al campo. Para quitarse un tatuaje
se utiliza un láser que quema la piel. Reemplaza la tinta por una
quemadura. La cicatriz significa que ahí hubo algo y que ahora, hay otra
cosa. Nadie en la familia recuerda el número que llevaba tatuado. Una
capa arrugada de piel se interponía entre el pasado y el presente, entre
el número y su verdadera identidad. Esos centímetros de piel rugosa,
marcaron el final de una etapa y el comienzo de otra. No significaba
olvidar sino avanzar. Ana, su primera nieta había nacido. Mi abuela la
sostuvo entre sus brazos. En ellos ya no había nada que ocultar. Con
orgullo la miró a los ojos y le dijo: “Hola preciosa. Soy Judith, tu
abuela”.
Recuerdo aquel último abrazo. Firme, sostenido, inusual. Mi abuela se
despedía y yo la saludé con la frialdad de lo cotidiano. Judith murió
el 3 de diciembre de 2014 a los 85 años. En su cama, rodeada de sus
libros y las fotos que mostraban el mundo que ella pudo construir. Tal
vez se fue pensando en su papá, ese hombre que hace tanto no veía pero
cuyo último abrazo de protección en el tren a Auschwitz aún recordaba.
Alejandro recuerda a su abuela y su cicatriz en la muñeca
Fuente : Lavanguardia.com
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