Me equivoqué. Por supuesto. Hay obviedades cuya evocación hiere aún a los más inteligentes. Y el hombre con el que estaba hablando lo era. «No hay antisemitismo en Polonia», zanjó. Pensé que era una broma. Hice una fugaz referencia a la matanza de 1648, precursora de los genocidios modernos. «Polonia no tuvo nada que ver con eso. Fue cosa de los ucranianos». Entendí que era aquel un drama vetado en la conciencia de un polaco. Y me abstuve de retornar al siglo veinte y a la escena que Claude Lanzmann transmite en Shoá, a través de la voz de un superviviente de los trenes de la muerte: los gestos de burla de los aldeanos polacos hacia el ganado humano que se encamina a Auschwitz, los pulgares que trazan un semicírculo en el cuello, celebrando su destino. No, no vale nunca la pena recordar algo que la censura moral exige que se borre. Y, además, el hombre con quien yo hablaba era un tipo decente que había sufrido con coraje la represión de la dictadura. No era ni el lugar ni el momento para hablar de aquello. Lo es ahora. Y no ante un resistente. Sino ante políticos que no sólo ofenden la verdad y la decencia; que apuestan, sobre todo, por falsear la historia. Y manufacturar una memoria a la medida.
La semana pasada, el presidente polaco, Andrzej Duda, anunció la firma de una patriótica ley de memoria: de «memoria histórica», diríamos aquí; esto es, de invención sentimental del pasado. Sus objetivos son claros: aplicar el código penal a quien, «acuse, públicamente y contradiciendo los hechos, a la nación polaca o al Estado polaco de ser responsables de los crímenes nazis cometidos por el III Reich alemán». Las penas en las que incurriría un historiador que no se plegase a este interdicto podrían alcanzar hasta los tres años de cárcel.
Polonia ha sido un país masacrado; siempre al acecho del mal que viene de Rusia. Se entiende la amargura que volver los ojos atrás acarrea para sus ciudadanos. Pero esa amargura en nada altera los hechos. Y menos aún justifica legislar el modo de alterarlos. Claro está que Polonia vivía bajo jurisdicción alemana; claro está que la decisión de instalar en su suelo los campos de exterminio se tomó en Berlín. Nadie en su sano juicio cuestiona eso. Como ningún historiador en el sano uso de su disciplina cuestiona el entusiasmo con que una gran parte de la población polaca acogió el exterminio de sus judíos. La lectura del reciente libro de Fernández Vítores, Mira, Palmero y Sánchez Tortosa sobre el Holocausto es demoledora al respecto.
El pogromo de la aldea polaca de Jedwabne fija el canon: «Un día de julio de 1941, la mitad de una pequeña población del Este de Europa asesinó a la otra mitad, unas 1.600 personas, entre hombres, mujeres y niños. Lo más curioso es que aquel día el cuartel de la gendarmería alemana fue el lugar más seguro para los judíos. Fueron unos polacos normales y corrientes los que mataron a los judíos». Quemándolos vivos. Lo narra -sobre las actas de la comisión investigadora de 1945- el historiador Jan T. Gross. Hoy, escribir lo mismo lo llevaría a la cárcel. A eso llaman memoria. Histórica.
Fuente : abc.es
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