En la archifamosa serie televisiva Juego de Tronos uno de los escenarios de la acción es el Muro, que además de un lugar físico es una referencia constante en muchos capítulos y casi un personaje en sí mismo. El Muro, situado en el frío y nevado norte separa unos reinos más civilizados –dentro de lo civilizado que puede considerarse el mundo que reproduce la serie–, de un ámbito siniestro, peligroso y salvaje que se extiende más allá de la enorme pared de hielo y piedra.
El Muro es, por así decirlo, una responsabilidad compartida de los territorios que viven al sur de la imponente barrera: todos lo entienden como algo propio y como una de sus obligaciones, aunque por supuesto no siempre cumplan con sus compromisos de la misma manera o con el mismo entusiasmo.
En Occidente también tenemos algunos Muros –no siempre físicos– que nos ayudan a mantenernos separados de partes del mundo en las que no rige nuestro sistema de derechos; separaciones que alejan de nuestras vidas y nuestros hogares el terror, el fanatismo, la violencia extrema de aquellos que desprecian la vida; muros, en suma, que nos separan de la Edad Media aunque esta no sea una separación perfecta.
Israel lleva 70 años siendo uno de ellos, probablemente el más importante. Pero, al contrario de lo que ocurre con el Muro de Juego de Tronos, no todos los que nos beneficiamos de esa barrera defensiva sentimos ya no la más mínima responsabilidad, sino tan siquiera un ápice de solidaridad, empatía o gratitud.
Por no agradecer ni les agradecemos lo mucho que su ayuda –y en no pocas ocasiones sus expertos– nos sirven para enfrentarnos a los problemas que ellos ya han sufrido: buena parte de la inteligencia y de los métodos que toda Europa usa para evitar o al menos minimizar el desafío terrorista nos llegan de ese pequeño país que ha tenido que sufrir en primer lugar prácticamente todas y cada una de las formas de terrorismo moderno, desde los secuestros de aviones hasta los atropellos.
Nadie como el estado hebreo ha desarrollado los métodos de defensa, de infiltración y de respuesta a la agresión del terrorismo islamista, en el mundo real, en las infraestructuras clave, en el cada vez más importante campo de batalla cibernético… Israel sufre, inventa, soluciona y finalmente exporta un conocimiento que todo el mundo aprovecha, un saber que salva vidas en muchos rincones de este planeta.
Pero hay algo aún más importante que eso: el hecho de que cuando Israel se enfrenta a la teocracia iraní o a sus esbirros en Líbano o Gaza está siendo el primer cuerpo de combate de una batalla que no es sólo suya, que es también nuestra y, muy especialmente, de los españoles.
Porque la guerra del Islam radical –ya sea en su versión chií o en la suní– no tiene como proyecto final la destrucción del estado hebreo, eso es sólo un primer paso: después de Israel llegaría la reconquista de todo lo que ha sido Dar al Islam, es decir, de nuestra Península Ibérica, y más tarde todo lo demás. Y es que esa ideología ultrarradical travestida de religión no está dispuesta a compartir el poder en ningún rincón del mundo con las 'decadentes' libertades que son la base de nuestra civilización… y de cualquier cosa que merezca llamarse civilización.
Sí, ya sé que un mundo dominado por un gobierno islámico teocrático nos parece una locura e incluso hará que algunos sonrían condescendientemente al leer este artículo, pero eso no les importa a los psicópatas que están dispuestos a matar y morir para lograrlo. Es más, nuestra arrogante sensación de seguridad no hace que Hezbolá, Boko Haram, Al Qaeda o Hamás se desmoralicen, al contrario: saben que esa es nuestra mayor debilidad.
Al fin y al cabo, tampoco todo el mundo en los Siete Reinos puede imaginar que los Caminantes Blancos son una amenaza real y fatal, pero los que sí lo sabían construyeron el Muro y saben lo importante que es defenderlo, como nosotros deberíamos saber lo importante que es defender Israel, nuestro muro.
Carmelo Jordá es redactor jefe de Libertad Digital. Puede seguirlo en Twitter.
Fuente :libertaddigital.com
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