EL PAÍS SEMANAL
El asesinato en París de una superviviente de la persecución nazi de
85 años se suma a un goteo incesante de actos y crímenes antisemitas. En
la principal comunidad judía de Europa, algunos piensan en mudarse a
otras ciudades o en emigrar a Israel. Francia los escucha, pero no saben
si será suficiente para combatir una forma de odio impulsada ahora por
el islamismo violento. Este es el testimonio de las víctimas del nuevo
antisemitismo.
PODRÍA parecer una pelea de barrio. Fue algo más.
“Sucios judíos”, escucharon los hermanos Jacob y Nathaniel Azoulay
mientras un grupo de hombres —“de tipo norteafricano”, según el acta de
la denuncia a la policía— los agredían con una sierra. Delante de aquel
bar a la entrada de Bondy, un municipio en la periferia oriental de
París, rodeados de extraños que los insultaban y pegaban, creyeron que
no saldrían vivos.
“Si te mueves, te mato”, le dijo uno de los agresores a Jacob, que se encontraba en el suelo, inmovilizado.
Era el 21 de febrero de 2017. Todo había empezado unos minutos antes,
cerca de las nueve de la noche, con una persecución automovilística.
Jacob y Nathaniel Azoulay, de 29 y 17 años, regresaban de París a Bondy
por la carretera N-3 cuando una furgoneta empezó a cerrarles el paso.
Una, dos, tres veces. Hasta que, en un semáforo, Jacob pidió
explicaciones al conductor.
“En esta carretera hago lo que me da la gana, sucio judío”, le
respondió, siempre según la denuncia policial. Supo que eran judíos
porque los hermanos Azoulay llevaban la kipá, el pequeño gorro redondo
que cubre la cabeza de los judíos practicantes.
Los Azoulay continuaron circulando, mientras la furgoneta continuaba
cerrándoles el paso sin que cesase el intercambio de invectivas por la
ventana abierta.
“Baja”, le dijo el conductor de la furgoneta a Jacob.
Se detuvieron delante del bar. Fue entonces cuando llegaron a las
manos. Los golpes, la sierra, los insultos. Los hermanos se salvaron
porque el padre del hombre que conducía la furgoneta y otras personas
que salieron del bar les pidieron a los agresores que parasen. “Si el
padre no hubiese estado ahí, yo estaría muerto”, recuerda Jacob Azoulay
en la agencia de viajes donde trabaja. A las siete de la tarde, el local
es un continuo ir y venir de clientes, empleados y proveedores, un
animado ajetreo mediterráneo en el distrito XIX de París, un barrio
mezclado, con población judía, musulmana, cristiana, laica.
El incidente queda lejos. Podría parecer una pelea de barrio. Pero fue algo más.
La agresión a los hermanos se suma al goteo de actos contra los
judíos franceses en la principal comunidad judía de Europa y la tercera
del mundo, por detrás de Estados Unidos e Israel. Muchos pasan
inadvertidos —la denuncia de la familia Azoulay quedó sin resolver— y se
limitan a actos invisibles —un insulto en la calle por llevar kipá, un
grafiti en una sinagoga— que simplemente hacen más incómoda la vida de
las víctimas o sus allegados. En otros casos, la violencia ha sido tan
descarnada que ha creado alarma en una comunidad que, hasta principios
de la década pasada, había creído que ser judío nunca más debería
hacerles sentir miedo en este país. Se equivocaban.
Las cifras primero. Cerca del 1,6% de la población francesa es judía.
El porcentaje es debatible por la dificultad para definir a una persona
judía, como explican el politólogo Jérôme Fourquet y el geógrafo
Sylvain Manternach, coautores de L’an prochain à Jérusalem?
(¿El año próximo en Jerusalén?), un estudio sobre el nuevo
antisemitismo francés publicado en 2016. Fourquet y Manternach llegan a
esta cifra sumando a los practicantes, que son un 0,6% de la población, y
a los que, sin declararse de confesión judía, tienen por lo menos un
progenitor judío. Casi la mitad de quienes se declaran de esta confesión
reside en la región de París y están representados en todas las capas
socioprofesionales de la población.
Muchos judíos franceses señalan —y los historiadores lo corroboran—
un año clave en el inicio de lo que podría llamarse la nueva ola de
odio. Es el año 2000, el de la Segunda Intifada, una explosión de
tensión entre israelíes y palestinos en Oriente Próximo que acabó
desbordándose hasta Francia. En 1999 se registraron en Francia 82 actos
antisemitas. Al año siguiente fueron 744, y en 2004 alcanzaron los 974.
El nivel ha oscilado: en 2017, el de los últimos datos disponibles, fue
mucho menor, 311. Pero nunca ha vuelto a bajar a las cifras de los años
noventa. La mitad de los actos racistas tiene por objetivo a los judíos,
pese a que este grupo representa una parte mínima de la población.
Ignorada por la mayoría del país, fuera de las urgencias de la agenda
política, motivo de preocupación solo dentro de la comunidad, únicamente
cuando se dan los estallidos más virulentos la sociedad francesa parece
tomar conciencia del problema.
Ocurrió esta primavera con el asesinato en París de Mireille Knoll,
una mujer de 85 años superviviente de la persecución nazi. La muerte de
Knoll, apuñalada y carbonizada en su apartamento de París, se añadía a
una sucesión de crímenes de extrema violencia en el país con las mayores
comunidades judía y musulmana de la Unión Europea.
La autoría de muchas de estas agresiones —jóvenes más o menos
inspirados en la yihad— apunta a una nueva forma de antisemitismo
distinto del odio al judío de la vieja extrema derecha autóctona. Las marchas en París
y en otras ciudades tras el asesinato de Knoll y la movilización de la
clase política son una reacción al goteo criminal en la última década.
“Todos estos muertos tienen un punto en común: han sido asesinados
por lo que son, no por sus opiniones. Es un comportamiento nazi”, dice
el escritor Pierre Assouline, autor de la novela Retour à Séfarad
(Retorno a Sefarad), donde relata su periplo para obtener la
nacionalidad española como judío sefardí. “Los franceses saben que,
cuando se ataca a los judíos, la próxima etapa será el resto. El
antisemitismo actúa como una señal de alerta”.
La muerte de Knoll el 23 de marzo fue el undécimo asesinato
considerado antisemita en Francia desde 2006. El ciclo empezó ese año
con el secuestro, la tortura y el asesinato de Ilan Halimi,
de 23 años, que trabajaba en una tienda de teléfonos móviles cerca del
edificio donde Knoll fue asesinada. Siguió en 2012 con la matanza de
tres niños y un adulto en una escuela judía de Toulouse. Continuó en 2015 con la muerte de otras cuatro personas en el ataque al supermercado kosher Hyper Cacher
en Vincennes, en las afueras de París, dos días después del atentado
contra el semanario satírico Charlie Hebdo. El 4 de abril de 2017, Sarah
Halimi, una mujer judía de 65 años, fue asaltada en su apartamento
parisiense a golpes y lanzada por la ventana. Las autoridades, al
contrario que en el caso de Knoll, tardaron meses en reconocer el
carácter antisemita del crimen. El asesinato de Halimi y de Knoll son
los episodios más recientes.
“No tengo miedo”, repitió varias veces Roger Pinto en una primera
conversación por teléfono desde Israel, donde pasaba unos días en abril.
Y dijo otra frase: “La situación es insoportable”. No son afirmaciones
contradictorias: está harto, pero no se dejará derrotar.
El 8 de septiembre de 2017, Pinto fue víctima,
junto a su esposa y su hijo, de un asalto violento a su casa en
Livry-Gargan, en las afueras de París. Los asaltantes se presentaron a
las 8.30. “Dennos todo el dinero. Los judíos tenéis dinero”, les
dijeron.
Unos meses después de la conversación telefónica, en el apartamento
de su hijo, David, en el distrito XVI de París, los Pinto —Roger; su
esposa, Mireille, y David— relatan con detalle las dos horas en que
pasaron secuestrados en el domicilio donde vivían desde hacía 37 años.
Muestran orgullosos una foto. Es una casa de estilo vagamente alemán, de
300 metros cuadrados y 800 de jardín, un oasis idílico en la banlieue
parisiense, el último lugar donde habrían imaginado que correrían
peligro.
Los atracadores eran cinco, recuerdan. Los Pinto acababan de volver
de vacaciones en la Costa Azul. David, que aquel día se hospedaba con
sus padres, se levantó primero, se dirigió a la cocina para hacerse un
té y vio que la tetera no funcionaba: la electricidad estaba cortada.
Bajó al sótano para comprobar el contador y fue entonces cuando le
atacaron. “Si no haces lo que te decimos, te matamos”, recuerda que le
dijeron. Subieron a por los padres y los ataron a los tres. Roger
recuerda que le pusieron un destornillador en el cuello. A David le
arrancaron la estrella de David que llevaba en un collar. Los encerraron
en una habitación mientras desvalijaban la casa. Llamaron a la policía.
Cuando los agentes llegaron, los atacantes se habían marchado.
Ahora la casa está en venta y ellos buscan apartamento en París, en un lugar donde se sientan más seguros.
El movimiento de los Pinto —de la banlieue, donde las etnias y
religiones viven mezcladas, a los barrios más homogéneos y seguros para
ellos en la capital— no es insólito. Algunos hablan del alya interior.
Alya es la palabra hebrea que designa la inmigración a Tierra Santa. El
alya interior, término impreciso y que muchos judíos rechazan,
designaría esta inmigración de barrios inseguros a barrios más seguros
dentro de la propia Francia, movimiento que a veces puede ser el prólogo
a la auténtica alya. En los últimos 10 años, 60.000 judíos franceses
han tomado el camino a Israel, según datos citados en el diario Le Monde por el historiador Marc Knobel, asociado al Consejo Representativo de las Instituciones Judías en Francia.
El caso de Pinto es común en la última ola de antisemitismo: una
combinación de prejuicios antisemitas de larga tradición que ahora se
manifiesta en el acoso a personas mayores dentro de su vivienda y en
barrios obreros. En los casos de Sarah Halimi y de Mireille Knoll, los
atacantes eran vecinos.
“El antisemitismo tradicional, de extrema derecha, base nacionalista y
motivos cristianos está hoy marginalizado”, dice el historiador
Pierre-André Taguieff, que acaba de publicar el libro Judéophobie. La dernière vague
(Judeofobia. La última ola). Taguieff distingue este antiguo
antisemitismo “que sobrevive” pero sin una presencia central en la
sociedad, del nuevo antisemitismo “que emerge”, y que consiste, dice, en
“una judeofobia islamizada o yihadizada”. “Los judíos en Francia tienen
razón de tener miedo porque su inseguridad física, social y cultural
está en juego”, dice Taguieff. “Creo que este miedo ha sido buscado por
los ambientes islamistas”.
El viejo antisemitismo francés es el de la extrema derecha y hunde
sus raíces en el antisemitismo católico y nacionalista del siglo XIX. La
fractura ideológica de la primera mitad del siglo XX —fractura que
derivó en una guerra civil latente que cristalizó en la ocupación nazi y
el colaboracionismo durante la Segunda Guerra Mundial— tiene que ver
con la relación de la Francia mayoritaria con la minoría judía. Y tiene
un nombre: Alfred Dreyfus, el capitán del Ejército injustamente
condenado por traición. El caso Dreyfus partió Francia en dos y marcó
las divisorias de las décadas siguientes: entre laicos y ultramontanos,
entre progresistas y reaccionarios, entre la Francia cosmopolita y la
Francia ultra. El antisemitismo francés fue, hasta bien entrado el siglo
XX —incluso después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Estado
francés cooperó con los ocupantes nazis en la deportación y el
exterminio de los judíos—, una marca de la extrema derecha.
Ya no es así. Como dice Taguieff, persiste en grupúsculos ultras y
neonazis, así como en una extrema izquierda donde el antisionismo y el
antisemitismo a veces se confunden. Pero ha mutado. Hoy el antisemitismo
avanza en ámbitos islamistas, entre un sector de la población francesa
de origen norteafricano que proyecta en sus compatriotas judíos una
mezcla de prejuicios seculares, de resentimiento político por el
conflicto israelo-palestino y de agravio social que atribuye al judío su
marginación en la República. Que sea en Francia donde la ola antisemita
se note con más crudeza no es casualidad, dada la fuerte presencia de
ambas comunidades. En Francia viven unos 770.000 judíos, según los datos
de Fourquet y Manternach, y unos cinco millones de musulmanes.
El consenso en Francia sobre el peligro real del antisemitismo es
amplio, como lo demuestra la voluntad de los principales líderes
políticos, de la extrema izquierda a la extrema derecha, de asistir a la
marcha de París tras el asesinato de Mireille Knoll. Desde el antiguo
Frente Nacional de Marine Le Pen (rebautizado como Reagrupamiento
Nacional), que con retórica antiinmigración (y antimusulmana) también
suma algunas simpatías entre la comunidad judía, hasta La Francia
Insumisa del exsocialista Jean-Luc Mélenchon, todos quisieron estar en
la manifestación, aunque Le Pen y Mélenchon tuvieron que abandonarla por
los abucheos que recibieron.
Las voces discordantes sobre la realidad de la ola antisemita son minoritarias. En 2011, en un libro titulado L’antisémitisme partout (El antisemitismo por doquier), el filósofo Alain Badiou
y el ensayista Eric Hazan sostenían que calificar de antisemitas las
posiciones de una parte de la juventud francesa negra y árabe “no es de
ningún modo la descripción de una situación real, sino una operación de
estigmatización”. Estigmatización de una minoría, según esta visión, con
la acusación de antisemitismo, arma arrojadiza desde la Francia
hegemónica contra los jóvenes de origen árabe.
Un paseo por los barrios y banlieues donde han ocurrido la mayoría de
actos antisemitas estos años ayuda a explicar la sociología de este
fenómeno. Se trata de espacios obreros y multiculturales donde la
convivencia étnica y religiosa es estrecha. Se podría hacer un tour
macabro por los escenarios de de los ataques recientes —y casi todos se
encuentran en los barrios populares y banlieues del este de París— y no
habría nada que ver. Son lugares banales, sin historia, sin trazo alguno
de violencia. Rompen la idea de que en Francia haya guetos, aunque el
éxodo de los judíos en el interior de Francia podría crearlos: algunos
judíos educados en escuelas públicas prefieren ahora llevar a sus hijos a
escuelas privadas judías, donde están menos expuestos a la
discriminación. Y contradicen el rancio prejuicio antisemita del judío
rico: quienes más amenazados se sienten por la nueva ola antisemita no
son los judíos que viven en el París acomodado, sino personas de clase
media y trabajadora, pequeños comerciantes, asalariados o jubilados.
El conflicto, aunque contaminado por las crisis de Oriente Próximo,
es más francés de lo que parece a primera vista. Una parte considerable
de los musulmanes franceses tiene su origen en Argelia, que se
independizó de Francia en 1962. Y gran parte de los judíos franceses —de
hecho, todos los entrevistados para este reportaje— son sefardíes que
provienen de la Argelia francesa o el Túnez o el Marruecos coloniales.
Alain Benhamou tenía 17 años cuando llegó a Francia desde Argel. Era
el año de la independencia y, como centenares de miles de franceses de
origen europeo y de franceses judíos, hicieron las maletas y cruzaron el
Mediterráneo hacia Europa. “Los conozco bien, a los argelinos”, explica
en un café cerca de la estación de Villemomble, un municipio en el
extrarradio de París. “Contrariamente a lo que ocurrió en Francia
después, nunca sentí el antisemitismo en Argelia”. Tampoco en Francia,
hasta principios de la década pasada. Recuerda un primer incidente
traumático por aquella época. Su hija llevaba un colgante con la
estrella de David y unos compañeros de clase en la escuela pública de
Bondy —la misma ciudad donde residen los hermanos Azoulay y donde vivían
los Benhamou— le dedicaron insultos antisemitas. Fue un primer aviso.
El segundo llegaría unos años más tarde.
El 22 de julio de 2015 por la mañana Benhamou y su esposa se
marcharon de vacaciones a Turquía. Activaron la alarma que protegía su
apartamento. Por la noche recibieron una llamada de la empresa de
vigilancia que controlaba el sistema. Alguien había entrado por la
cocina rompiendo el cristal. Benhamou cree que, al sonar la alarma, los
intrusos se marcharon y se escondieron en el aparcamiento del edificio.
La policía se acercó, pero vio que la puerta estaba intacta y se marchó
sin entrar en el apartamento. Los ladrones regresaron para rematar la
faena. En un armario encontraron perfumes y pintalabios de la esposa de
Benhamou. Con un pintalabios, dejaron escrito en una pared: “Sucio
judío. Viva Palestina”.
Alain Benhamou saca una carpeta con recortes y
documentos, y muestra la foto de la pared con la pintada antisemita. “A
partir de este momento decidimos que debíamos abandonar la ciudad de
Bondy”, dice. Llevaban allí, él y su esposa, 41 años. Tardaron seis
meses en mudarse a un nuevo apartamento en la vecina ciudad de
Villemomble, más tranquila, más rica, menos multicultural también.
Durante estos meses, antes del traslado de Bondy a Villemomble, Benhamou
guardó un bate de béisbol junto a la cama, por si acaso. ¿Irse a Israel? Lo pensó hace años, cuando se jubiló, pero sus hijas y nietos viven en Francia, que es su país.
“En Israel nos sentimos más seguros que aquí”, responde Mireille
Pinto, que desde el asalto a su casa, y a la espera de venderla y
trasladarse a París, tiene dificultades para dormir y está en
tratamiento. Pero añade: “Marcharse de Francia sería darles la razón”.
Armand Azoulay es el padre de Jacob y Nathaniel, los muchachos
atacados con una sierra en Bondy. También es el presidente de la
Comunidad Judía de Bondy. Para evitar que se le identifique como judío,
Nathaniel, el pequeño, ha dejado de ir por la calle con la kipá. Su
hermano Jacob continúa llevándola. El padre, en su despacho de la
agencia de viajes que regenta, se resiste a tener miedo: “Le explicaré
por qué. Como judío y como practicante, siempre tengo confianza en Dios.
Sin él ya no estaríamos aquí. Así que siempre somos optimistas sobre el
fondo de las cosas, lo que no nos impide ser lúcidos”. ¿Irse a Israel?
“Si me voy, ¿qué significa? Que no hay esperanza. Este es el problema.
Pero es evidente que, si las cosas continúan así, habrá que pensar en
ello”.
Fuente : EL PAÍS SEMANAL
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