Las encuestas dicen que los índices populares de aprobación de los Estados Unidos y el prestigio personal de Obama han caído en el mundo árabe en los últimos meses. En cuanto a los líderes y los regímenes en el poder en la zona, elaboran sus estrategias para navegar en la gran marejada que los sacude con independencia cada vez mayor de lo que haga o guste a Washington.
Pero América sigue siendo América y su presidente es el único líder mundial que se ha sentido obligado y se ha atrevido a valorar globalmente lo que está sucediendo y a darle una respuesta apelando a principios y enunciando políticas. Dada la tremenda incertidumbre del proceso en marcha, los grandes riesgos que comporta, los enormes y arraigados compromisos con el status quo que proporcionaban un desesperado mínimo de estabilidad a costa de la flagrante contradicción de poner en solfa principios vitales para nuestros propios sistemas, con la coartada, nada falaz, de que no había alternativas mejores ni para los principios, ni para los intereses ni para la precaria estabilidad; dado todo ello, el ejercicio de clarificación que supone el discurso de Obama el jueves 19 en el Departamento de Estado equivale al intento de cuadrar el círculo. Obviamente, no lo ha conseguido.
Al menos ha dejado claros los principios, al menos en el plano de su formulación. Cómo se traducen en políticas prácticas y cómo esas políticas consiguen resultados positivos y no tiros por la culata, está por ver y es de dudar. Obama ha dejado atrás el realismo de su discurso en la Universidad de Al-Azar, un semi-Vaticano doctrinal del mundo suní, en junio del 2009, en el que humildemente renunciaba a darle lecciones a los poderes establecidos por considerar que su país no era quién para hacerlo, y retorna casi descaradamente al denostado idealismo intervencionista de Bush, leyéndole la cartilla democrática a esas dictaduras coronadas o republicanas y felicitándose de la caída de algunas de ellas (sin nombrar a las que no han sido seriamente desafiadas, que no por eso dejan de sentirse vilmente traicionadas por el ignominioso abandono de sus colegas y rechazan enérgicamente la amarga píldora que el presidente americano intenta ahora hacerles tragar). Entre esos silencios, atruena con sonoridad propia el de Arabia Saudí, el inverso absoluto de los principios que Obama asevera que van a dirigir la política americana en el Gran Oriente Medio.
La lección de democracia es detallada y minuciosa y no deja de contener una amenaza implícita a la oleada antidespótica: libertad de culto, igualdad para la mujer, no van a ser recetas del gusto de todos los que han tomado las plazas árabes. Y si luego no, ¿qué pasará? Hasta ahí no llega el detalle. Sólo se puede cruzar los dedos. Otras propuestas son placebos inocuos. Mil millones por aquí o allá para resolver los problemas económicos de los que se dice que depende el éxito de las reformas; suena a Moratinos. La sugerencia de que Assad dialogue con sus víctimas, aún más. El dedicarle el 20% del discurso, precisamente en su conclusión, al tema israelo-palestino en términos que sólo pueden indignar a los ciudadanos del Estado judío, hace pensar que Obama no sabe lo que hace o, como decía Franco, lo sabe demasiado. Mejor se hubiera contentado con exaltar aquí también las excelsas virtudes del curalotodo del diálogo.
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