Ensayista, filósofo, polemista, hombre de acción y de ideas, Bernard-Henri Lévy (Béni Saf, Argelia, 1948) ha decidido participar, a su manera, en la marga marcha de las revueltas árabes, interviniendo, escribiendo, pensando, «trabajando» en el campo de batalla de la reflexión sobre el proceso histórico en curso de fraguar nuevas realidades políticas, sociales y culturales.
—Las revoluciones no culminan forzosamente con la instauración de democracias. Y, con frecuencia, han precipitado la instauración de tiranías. ¿Cómo percibe usted el futuro de las revoluciones árabes?
—Lleva usted razón. Nunca se conoce, al principio, el destino de las revoluciones. Las revoluciones árabes, como tantas otras, pueden terminar mal: nuevas dictaduras, islamismo radical, regresiones étnicas, «identitarias», etcétera. Todo es posible. No puede excluirse nada. De ahí que yo repita, desde el primer día, que, ante un acontecimiento tan enorme, imprevisible, como son estas revoluciones, que debemos ser, a la vez, curiosos y perplejos, entusiastas y ansiosos. A partir de ahí, creo que es posible afirmar que hay una diferencia esencial entre estas revoluciones y la mayoría de las revoluciones que yo he podido observar. Estas revoluciones árabes son modestas. Tienen objetivos limitados. No hay nada semejante al mesianismo profano que estuvo en el origen de tantos desastres, en el pasado. Los libios, por ejemplo, piden elecciones libres, un poco más de libertades, algunos derechos fundamentales. Nada que ver con la «revolución espiritual» que pedía el ayatolá Jomeini, y cuyo principio mismo ya nos prometía el horror con su nube de tormentas. Ese detalle quizá sea muy tranquilizante.
—La intervención militar en curso debiera liberar de Gadafi a los libios. Pero también ha dejado al descubierto las profundas divisiones entre las viejas democracias europeas.
—Exacto. Pero esas divisiones ya existían. Estaban ahí, ocultas, amenazantes. Quizá sea mejor dejarlas al descubierto. Quizá era oportuno tomar la medida exacta de esos desacuerdos profundos y crecientes, que eran y son como cadáveres ocultos en los armarios de la UE. Me escandaliza la actitud de Berlusconi, quien todavía habla del «amigo» Gadafi, en el momento que usted y yo hablamos. Escándalo por escándalo, quizá sea más sano que el escándalo de las divisiones pudiese estallar. Me inquieta, por no decir más, el giro que ha tomado Alemania, dando la espalda al anti fascismo de principio en el que se había fundado su política exterior desde hace medio siglo. Más vale, sin embargo, que todo eso se sepa y esté claro. Solo así podrán los aliados europeos tomar conciencia de la cuestión e intentar arreglar el problema de fondo que plantean las decisiones tomadas por la señora Merkel y sus ministros. Ante diferencias de análisis de tan grandes proporciones, ante el inmenso desacuerdo sobre la responsabilidad de la comunidades internacional ante el comportamiento de dictadores y tiranos, hay dos reacciones posibles. Una, la política del avestruz: en este caso, la cuestión corre el riesgo de estallarnos en la cara, con nuevas y más temibles violencias. O... adoptar, como decían los surrealistas, la política de la mesa de disección, para intentar «tratar» el divorcio entre dos visiones distintas del orden o el desorden internacional.
—¿Convenció usted a Sarkozy de la necesidad de intervenir en Libia? ¿O estaba ya convencido?
—No lo sé. Es a él a quien hay que plantear la pregunta. Supongo que la verdad está a medio camino. Quizá estaba ya convencido, pero aprovechó la ocasión que le permitía acelerar las cosas, y decirlo... Más importante quizá sea la secuencia. En general, no estoy de acuerdo con Nicolas Sarkozy. No voté por él. Tampoco lo votaré, mañana. Pero me parece sano, normal, que, en una democracia adulta, un intelectual y un jefe de Estado puedan hablarse de manera civilizada, cuando están en juego cosas esenciales.
—Vale. La cosa no es muy frecuente.
—Es cierto. Fue el ensayista Alain Minc quien restauró un diálogo, que había roto la política, entre Nicolas Sarkozy y yo. Minc ha afirmado, lo cito de memoria, que la realidad de la secuencia de la intervención francesa ha sido posible gracias a la visión de Sarkozy, la locura de Lévy y el profesionalismo de Juppé. No es inexacto.
—¿Le parece «imperativo» ofrecer a Gadafi una salida «honorable», como sugieren muchas fuentes diplomáticas europeas, americanas, árabes y africanas?
—Gadafi perdió todo honor hace mucho tiempo. No comprendo como pudiera tener una salida «honorable».
—Si lo entiendo bien, parece usted opuesto a una solución que le permita exilarse en un país que deseara aceptarlo.
—Yo no sería tan categórico. Y considero aceptable cualquier solución que permita acortar el sufrimiento del pueblo libio, impidiendo que siga corriendo la sangre. Me chocaría, sin embargo, que este hombre no deba responder de sus crímenes ante la justicia internacional. Es la posición del Consejo Nacional de Transición libio. Es la posición de la mayoría de los demócratas libios. Y, en España, la posición de un hombre que respeto, el juez Garzón.
—¿Llegará la revolución en curso a todos los países árabes?
—De una manera o de otra, si. Sobre todo, si Gadafi es finalmente derrotado. Creo que será una muy buena noticia para el resto del mundo democrático, para la región, y para Israel. ¿Qué vale un orden mundial fundado sobre las dictaduras? ¿Qué valen los tratados internacionales y la paz ante los caprichos de un tirano? La democracia tiene sus riesgos y sus zonas de incertidumbre. En ese terreno, quizá deba prevalecer la elección o el presentimiento del mal menor. La democracia puede ser incierta. Pero mucho menos que una sociedad sometida a la locura de un hombre solo, a su demagogia, a sus humores.
—En un país como Bahrein, la revuelta árabe también tiene el rostro de una guerra de religión entre chiíes y sunníes.
—Está claro. Quizá sea importante subrayar que ninguna de las situaciones es la misma en los distintos países árabes. No hay una revolución árabe. Hay muchas.
—Usted tiene casa propia en Marruecos. ¿Cree que el régimen alauí terminará tocado por un proceso democrático?
—Ese es, justamente, un paralelismo del que hay que desconfiar. La democracia marroquí está bien lejos de ser una democracia perfecta. Pero no tiene nada comparable con los regímenes libio, sirio o saudita. Y no hablo solo de las tomas de posición recientes del Rey en materia constitucional, anunciando cambios profundos. Pienso en todos los cambios que se han sucedido desde hace diez años, con respecto al derecho de la familia y el estatuto de las mujeres, por ejemplo. No es poco. Sería irresponsable mezclarlo y compararlo todo.
—¿Influirán los movimientos revolucionarios árabes en el Islam europeo, en los musulmanes franceses y europeos?
—Sin duda, si. Y, de nuevo, esa influencia solo puede ser benéfica. ¿Podrá decirse, después de todo esto, que Occidente es la única fuente de desgracias para el mundo árabe y su cultura? ¿Podremos, como hacían los tiranos y la opinión europea mal informada, echar a los «otros» —América, Israel, los inmigrantes— la culpa de todo lo que va mal entre nosotros? Ahora que el «rey» está desnudo y bien demostrada la barbarie de los Gadafi, los Ben Ali y los Mubarak, ¿podrá imputarse a la herencia colonial la responsabilidad del largo divorcio entre lo esencial de mundo árabe musulmán y la democracia? ¿Podrá decirse que los europeos y el resto de la comunidad internacional llevamos el odio al Islam en nuestra sangre, cuando hemos respondido a los llamamientos de la Liga Árabe?. Todo eso me parece buena e imprescindible pedagogía.
Fuente:abc.es
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