Es el texto más clásico del antisemitismo. También el más irracional y el más aceptado. Pero, como dijo León Pinsker en 1882 –casi dos décadas antes de la primera edición–, en su opúsculo Autoemancipación, "la judeofobia es una psicosis" y la "psicosis es hereditaria; en tanto que enfermedad transmitida desde hace mil años, es incurable".
Allá por 1864, el abogado francés Maurice Joly publicó su Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu, o la política de Maquiavelo en el siglo XIX. Al margen de que Joly situara a Montesquieu en el averno, este filósofo sólo tiene un papel secundario en el diálogo, destinado en realidad a exponer las ideas del florentino. El resultado es una sátira llamada a combatir ideológicamente a Napoleón III, de cuyos méritos como dictador con máscara liberal hace el análisis (y el elogio) Maquiavelo. Joly no nombra en momento alguno al emperador: es su personaje Maquiavelo quien desarrolla la miseria de su proyecto, sus métodos para conseguir y mantener el poder y las fuerzas en las sombras que lo apoyan y a las que maneja. En realidad, Napoleón III no era tan inteligente ni tan hábil como para orquestar todo aquello. Fue en la historia lo que le tocaba ser, una parodia de su supuesto (habría que recurrir al ADN) tío, el Gran Corso. Por otro lado, fue él quien inspiró una de las más célebres frases de Marx, que suele citarse de manera imprecisa y con la que el alemán abrió su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte: "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa". Fin de la digresión.
Teodoro Herzl formalizó el programa sionista en 1896, en su obra El Estado judío, y convocó el primer congreso de ese movimiento en Basilea en 1897, con la colaboración del barón Edmond James de Rothschild. En 1890 las autoridades rusas habían aprobado el establecimiento de una "sociedad para la ayuda de granjeros y de artesanos judíos en Siria y Eretz Israel", dedicada a los aspectos prácticos del establecimiento de hebreos en esas tierras. No se trataba de un acto de generosidad, sino de todo lo contrario: el zar Nicolás II había entrevisto un modo de librarse de los judíos; pero el proyecto, en cuyo desarrollo desempeñó Pinsker un papel importante, fracasó desde el momento en que el Imperio Otomano prohibió la inmigración judía. Eso reactivó la actividad de la Ojrana –policía secreta del zar, madre de la KGB– contra los judíos.
Precisamente a la Ojrana pertenecía Sergei Nilus, un policía culto que leía francés y al que encargaron redactar un panfleto antisemita. Nilus había leído a Joly, y es evidente que disponía de un ejemplar de su Diálogo en los infiernos, que plagió descaradamente, con el único añadido de algunas frases destinadas a elevar el tono. El libro apareció en 1905, y Nilus se encargó de que se supiera que los Protocolos habían sido leídos en el encuentro de Basilea de 1897, que, con su manipulación, había dejado de ser un congreso judío a secas para convertirse en uno judeo-masónico; por supuesto, no habían sido leídos en las sesiones abiertas de aquella reunión, sino en otras, secretas y paralelas, para exponer un plan general de conquista del mundo por parte de los judíos. Un osado agente ruso infiltrado había conseguido una copia de las actas, que, por oscuras vías, había llegado finalmente a manos de Nilus, y él se había atrevido a publicarlas en un periódico de San Petersburgo, propiedad del editor antisemita Pavel Krushevan, en 1903.
En agosto de 1921, en tres artículos aparecidos en días sucesivos, el Times reveló la superchería. Un corresponsal del periódico en Constantinopla había encontrado el ejemplar del libro de Joly que había empleado Nilus en una caja abandonada por un oficial de la Ojrana. El hombre conocía los Protocolos y reconoció el texto. La seguridad de que aquél era el ejemplar usado por Nilus se derivaba del hecho de que le faltaban las primeras páginas y los Protocolos se iniciaban exactamente en el punto en que el plagiario daba confuso comienzo al panfleto.
Lo más curioso del caso es que el plagio lo era en parte de otro plagio: Joly había tomado partes de su obra de una novela de Eugenio Sue, Los misterios de las personas, en la que los conspiradores eran jesuitas.
Es posible que Nilus conociera también una novela de Hermann Goedesche, Biarritz, en la que hay un capítulo titulado "El cementerio judío de Praga y el consejo de representantes de las doce tribus de Israel", aparecida por los mismos días que la obra de Joly.
Desde el hallazgo del Times, el montaje era sobradamente conocido, lo cual no impidió a Hitler, que leyó los Protocolos en 1923, mientras se encontraba preso por el putsch de Múnich en Landsberg, donde además redactó Mein Kampf, utilizarlos sin rubor y emplearlos "como un manual en su guerra de exterminio de los judíos", en palabras de Nora Levin.
Henry Ford –que aparte de fabricar coches, labor que materialmente dejaba en manos de otros, dedicaba todo su tiempo de ocio a actividades antisemitas– asumió la divulgación de los Protocolos; escribió al respecto un montón de artículos, publicados en su propia revista, The Dearborn Independent, y reunidos más tarde en El judío internacional, que al año de su publicación, en 1922, ya tenía 22 ediciones en 16 lenguas. Es muy probable que Ford, o alguien de su equipo, leyera el Times.
Ni a Hitler ni a Ford les importaba la autenticidad de los Protocolos: se habían contagiado de, o habían heredado, la psicosis judeófoba diagnosticada por el doctor Pinsker. Como tantos. La judeofobia es una psicosis endémica que, de tanto en tanto, cuando las condiciones le son favorables, se activa y alcanza proporciones epidémicas y hasta pandémicas.
La mayor parte de las numerosas ediciones que hoy circulan de los Protocolos son traducciones al árabe. De hecho, se trata a la vez de un best seller y de un long seller en el mundo islámico, desde que lo introdujo en él el Gran Muftí de Jerusalem, Hajj Amín al Huseini.
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