El 27 de enero de 1945, las tropas soviéticas liberaron el mayor campo de concentración que el Tercer Reich había levantado en su 'imperio del horror': Auschwitz-Birkenau. Desde 1996, Alemania (en uno más de sus 'mea culpa') instauró que este día se dedicara a las víctimas del nazismo.
En honor de la desesperada frase que los prisioneros de Auschwitz y demás campos de concentración se decían a diario al oído ("No olvides"), ELMUNDO.es presenta los recuerdos y testimonios de tres supervivientes de la mayor barbarie del siglo pasado: Ladislaus Löb, José Marfil Peralta y Eliezer
Una fortuna para escapar del infierno
Ladislaus Löb, de niño.
Se salvó de la muerte en los campos de concentración nazis porque un hombre pagó 1.000 dólares por su vida. Es uno de los judíos que lograron escapar gracias a la ayuda desinteresada del 'Schindler húngaro', Rezsö Kasztner.
"Yo tenía sólo 11 años, había nacido en mayo de 1933 en Cluj, que hoy es Rumanía, y recuerdo los insultos en la calle y en la escuela, pero dentro de la familia mi padre nos mantenía tranquilos", recuerda estos días Löb, que tiene 'buenas palabras' para el gueto en el que les encerraron: "Para nosotros era una aventura. Éramos niños, aquellos se nos figuraba como un campamento, donde todas las familias eran alojadas juntas". Sin embargo, sí recuerda con cierta desazón la caída del día y las miradas de sus padres: "Nos daban las buenas noches como si fuese por última vez".
Lo que no recuerda, porque nunca ha sabido, es cómo sus padres establecieron contacto con Rezso Kasztner. "Mi padre no ha querido hablarnos de eso en toda su vida. Yo recuerdo que un buen día dijo que nos marchábamos de allí. Había sido muy cauto, sin duda, desconfiaba de los traslados que se estaban organizando [a las cámaras de gas de Auschwitz] y llevó todo con mucho secreto. Creo que sólo mi madre estuvo al tanto".
'Kasztner negoció con aquellos demonios y logró sacarnos de allí'
"Una noche nos hicieron meter en la cama vestidos y a eso de las dos de la madrugada nos sacaron medio dormidos y salimos del gueto hacia la estación de ferrocarril, donde tomamos un tren con destino a Bergen-Belsen, en Suiza. Preguntamos en varias ocasiones qué estaba pasando, adónde íbamos, pero mi madre nos pedía constantemente silencio y mucha discreción. Nos decía que íbamos a un lugar donde estaríamos mejor que en el gueto. Y nosotros la creíamos. Despertamos a la realidad cuando llegamos al campo alemán".
"Llegamos a Bergen-Belsen el 9 de junio de 1944. En el gueto habíamos vivido una situación muy difícil, pero el campo era inhumano. Quedé en 'shock' cuando vi a aquellas miles de personas escuálidas y demacradas, que nos veían llegar desde el otro lado de la alambrada de púas. Los guardias del campo los golpeaban y abusaban de ellos constantemente, una humillación tras otra".
'Me quedé en 'shock' cuando vi a miles de personas escuálidas'
"Nosotros fuimos ubicados en barracones separados, en estado de hacinamiento. También sufrimos hambre y miedo pero el trato que nos daban era muy diferente, y el resto de prisioneros nos odiaban. Fue allí donde escuché historias de otras familias que narraban las negociaciones de Kasztner con [el nazi Adolf] Eichmann".
"Kasztner había negociado durante meses hasta cerrar el trato en 1.000 dólares por persona. Había pánico a que Eichmann, una vez tuviera el dinero, no respetase el trato. Fueron meses interminables. Pero éramos unos privilegiados", cuenta Löb, para culminar: "Kasztner nos salvó la vida: a mí, a mi familia y a muchos otros. Negoció con aquellos demonios y consiguió sacarnos de allí".
La taza de miel del niño judío
Eliezer Ayalon. | S. E.
Eliezer Ayalon ya es algo más que el número 84991. Lleva una taza de miel idéntica a la que su madre le entregó cuando caminaron juntos por última vez. Esa noche, el gueto judío de Radom (Polonia) iba a ser desmantelado y sus habitantes destinados a la muerte.
A sus 13 años, Eliezer lo sabía. Rogó quedarse y no aprovechar su trabajo fuera del gueto. Pero las ganas de morir con los suyos fueron menos convincentes que las ganas de los suyos de que él viviera. Ese chaval judío que tenía como única preocupación no enfadar a su vecina, la Sra Borenstein, por usar su ventana como portería de fútbol, se encontró con un nuevo reto, sobrevivir a la Shoa. Esa noche, se convirtió en un hombre con memoria.
"Nunca olvidaré el 16 de agosto de 1942. Nos avisaron que iban a deportar a todos los judíos. Recuerdo el pánico, los alemanes con sus perros...Mis padres me obligaron a irme, me obligaron a vivir", nos cuenta Eliezer en una soleada mañana de Jerusalén. Sublime contraste de esa oscura noche en la que se despidió de su madre en el portón del gueto.
'Durante 37 años escondí mi dolor. Hasta que me convertí en testimonio'
Tras un intenso abrazo, la madre le observó a los ojos. "Si alguien tiene probabilidades de salvarse, eres tú. Así está destinado a ser ("Azoy is beshert" en yidish). Tendrás una vida dulce", le dijo entregándole una taza de miel. El tono insinuaba un trágico fin pero no tanta crueldad. Esa noche, su madre, hermano mayor y hermana fueron enviados al campo de exterminio de Treblinka. Seis meses después, su padre y otro hermano. Hace tiempo que abandonó la terapia del silencio. "Durante 37 años, escondí mi sufrimiento. Hasta que me di cuenta que era mi obligación y me convertí en testimonio", rememora así el encuentro en el 81 con el escritor y superviviente Elie Wiesel que le apuntó: "Eliezer, has sobrevivido por una razón, tu responsabilidad es hablar porque quizás es beshert, así está destinado a ser". Se emocionó ya que eran las mismas palabras de su madre antes de ser llevada a las cámaras de gas.
La víctima silenciosa abrió el baúl del pasado. Los fusilamientos de mujeres y el silencio posterior, los vagones hacinados de personas y excrementos, los golpes que le destrozaron el cuerpo, los esqueléticos compañeros que no sobrevivían la noche y cuyos cadáveres fueron despojados de todo diente de oro, el olor a muerte, las chimeneas, los que al resbalarse eran rematados con un tiro en la nuca o el momento en el que un oficial nazi le gritó: "A partir de ahora olvidarás tu nombre. Ahora eres un número. El 84991, no lo olvides".
'A partir de ahora olvidarás tu nombre. Ahora eres un nombre. El 84991, no lo olvides'
Como narra en su libro traducido al español, sobrevivió a los campos de Blizyn, Plaszow, Mauthausen, Melk y Ebensee. "El 6 de mayo del 45, las tropas estadounidenses nos liberaron. Encontraron un chaval de 17 años de 35 kg", recuerda y añade con orgullo: "Estoy en Israel, con dos hijos, cinco nietos y tres biznietos. Tres generaciones nacidas de las cenizas del Holocausto. Soy el hombre más feliz del mundo".
La taza fue destrozada por un oficial. Simple capricho. "Me dio un golpe muy fuerte. Fue el momento más duro de mi vida porque ese nazi me arrancó todos los recuerdos de mi familia", lamenta mirando la reproducción. "Compré esta taza hace 15 años en Radom. Era idéntica. No quería separarme de mi madre"
Sus dos hijos aprendieron lo que era el Holocausto en el colegio. Su padre, que lo sufrió, no abrió la boca. Ahora se niega a cerrarla. En pocos años, no quedarán testigos del infierno. Se lo debe a sus descendientes como el nieto que vive en Barcelona. Su voz narra los detalles más pequeños y las injusticias más grandes. Cuando hace una pausa, la taza de miel toma el testigo en nombre de su madre y su espíritu que repite: "Así está destinado a ser".
El hijo del primer español muerto en Mauthausen
José Marfil. | Carlos Díaz
Su padre tuvo la desgracia de ser el primer español que murió en el campo de concentración de Mauthausen (Austria) y él la fortuna de poder vivir para contarlo.
A sus 89 años, José Marfil Peralta reconoce que la memoria comienza a fallarle, pero mientras algunos recuerdos se desdibujan poco a poco en su mente, sus vivencias en Mauthausen siguen igual de nítidas que el primer día que puso un pie en lo que, confiesa, «debe ser lo más parecido al infierno».
Como José, 7.000 españoles fueron deportados a este campo austriaco durante la Segunda Guerra Mundial, pero sólo un tercio conseguió sobrevivir.
Ahora, desde la localidad francesa de Perpignan donde reside, José desmenuza sus recuerdos con la emoción de quien es consciente que otros no tuvieron tanta suerte. «Nunca ha existido nada tan terrible en este mundo», afirma convencido.
'Habéis franqueado esta puerta, perded toda esperanza de salir de aquí'
A este malagueño el estallido de la Guerra Civil le sorprendió en Barcelona, adonde la familia se había trasladado unos años antes por el trabajo de su padre, inspector de aduanas. Como tantos otros españoles, combatió en las filas republicanas hasta que la derrota le condjo al exilio y a los campos de arena instalados por el Gobierno francés en las playas del sur.
Allí miro por primera vez cara cara al hambre, a la enfermedad y a la muerte y, pese al maltrato recicibido, no se lo pensó dos veces cuando Francia pidió voluntarios para combatir al nazismo.
El enemigo era demasiado imbatible y pronto fue capturado y enviado a un campo para prisioneros de guerra. Aquella sería su primera parada, pero no la definitiva. Franco se desentendió de aquellos españoles a los que únicamente consideraba «rojos indeseables» y dio carta blanca a los alemanes para hacer con ellos lo que quisieran. «No le importábamos a nadie, no teníamos papeles, sólo eramos apátridas y decidieron que lo mejor era eliminarnos», explica.
La maquinaria de matar nazi se ponía en marcha. José recuerda el tortuoso viaje que les condujo a Mauthausen. «No sabíamos dónde íbamos ni qué iban a hacer con nosotros». Pronto lo sabrían.
'No he conseguido olvidar los cuerpos amontonados y el olor que salía del horno'
«El tren se detuvo, el silencio era total, inquietante, no veíamos a nadie. Después de una hora, el silencio se rompió. Sonidos de botas acercándose resonaban sobre el suelo helado», rememora en 'Yo sobreviví al inferno nazi', el libro que escribió sobre sus vivencias en el campo.
«Nunca olvidaré las primeras palabras que pronunció el comandante del campo: 'Habéis franqueado esta puerta, perded toda esperanza de salir de aquí, sólo lo haréis por allí', decía mientras nos señalaba el humo que desprendía una chimenea», recuerda con rabia.
A este día le sucedieron otros muchos en los que el hambre, las bajas temperaturas y la desesperación se convirtieron en unos indeseables compañeros de los que no se podía escapar. Como ahora no puede hacerlo de los recuerdos, «de los cuerpos amontonados para ser quemados y del olor que desprendía el horno».
Pero sobrevivió y piensa seguir recordando, aunque le duela, hasta que la muerte venga a buscarlo y se lleve para siempre retazos de una vida que nunca hubiera deseado vivir.
Fuente:elmundo.es
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