A todos nos gustan las historias que acaban bien. Para darle un mayor sentido a nuestras vidas, nos imaginamos protagonistas de momentos dramáticos que cambian el mundo. La renuncia de Hosni Mubarak el pasado viernes es una de esas situaciones. Forzado por el ansia de libertad de los manifestantes, Egipto promete un tiempo de cambio para todo el Oriente Medio. ¿O no? |
Es innegable que sin los 18 días de ocupación de la Plaza Tahrir, Mubarak seguiría disfrutando de su posición de liderazgo. Pero no es menos verdad que su caída no ha traído, de momento, un cambio de régimen. En Egipto, hoy, no hay más democracia que hace unos pocos días, antes de las revueltas. Lo que hay es un régimen militar: es el ejército quien rige los destinos del país, tal y como lo ha venido haciendo en los últimos 60 años.
Hace justo una semana, en Jerusalén, un alto oficial de la inteligencia israelí me decía:
El ejército egipcio no está en contra ni a favor de Mubarak, sino que vela por el régimen, que es suyo. La pregunta es si decidirán que Mubarak se ha vuelto un obstáculo mayor para la pervivencia del régimen o si, por contra, creerán que sin él no habrá continuidad para ellos. Si optan por lo primero, reemplazarán a Mubarak con una junta; si eligen lo segundo, dispararán contra los manifestantes.
Pues bien, tras unos momentos de tensa confusión, anunciando comunicados que se revelarían anodinos y con imágenes televisadas del jefe del ejército, el general Tantawi, de gesto serio y adusto, reunido con la cúpula militar, a última hora del pasado viernes, los militares ya habían tomado una decisión definitiva: Mubarak tenía que irse. Con todos los honores de un héroe de guerra, pero tenía que irse, y enseguida.
Y aunque a nosotros nos encante soñar con que este momento ha sido posible por una juventud deseosa de vivir mejor y en libertad, hábil con el uso de Twitter e internet, la realidad es que quien ha hecho posible la caída de Hosni Mubarak han sido los mismos militares que en su día le encumbraron y que siempre le han considerado uno de los suyos. Porque ha sido y sigue siendo uno de los suyos.
Lo que pase a partir de ahora nadie puede saberlo. En el comunicado en que se anunció la renuncia de Mubarak también se anunció que una junta militar tomaría las riendas del país, junta que se comprometía vagamente a convocar unas elecciones generales y a poner el rumbo hacia una transición al poder civil. Puede que la inconcreción de los planes se debiera a la urgencia y el dramatismo del momento, pero lo cierto es que se cuidaron muy mucho de ofrecer la menor pista de cuáles son sus planes reales para los próximos meses. No hay compromiso sobre el momento de celebrar las elecciones, y mucho menos sobre la prometida instauración de un poder civil. Porque lo que han querido los militares egipcios, sobre todas las cosas, es evitar una situación de caos.
O sea, que la revolución desde abajo que hemos visto retransmitida en vivo y en directo ha sido más bien un golpe militar. Pero no hay mal que por bien no venga. El ejército es una institución no sólo respetada internamente, sino predecible. Es más, sus jefes son bien conocidos, tanto por los israelíes como por los países occidentales, con quienes han sostenido un trato continuado. Aún más, los oficiales superiores egipcios saben muy bien que no sólo su equipamiento, sino su nivel de vida, depende de la ayuda que reciben de los americanos, factor que tiende a condicionar sus decisiones. En la medida en que se consideren una institución y no simplemente una colección de nombres y caras concretas, con los dirigentes militares se podrá sostener un diálogo productivo.
La clave estriba en qué queremos hacer nosotros, los demócratas occidentales de sillón, que nos conformamos con ver el mundo a través de los ojos de la CNN, a partir de ahora. Considerar que la democracia ha llegado ya a las Pirámides y pasar a otro tema, como prácticamente hemos hecho con Túnez, olvidada ya en los agujeros de la Historia, o, por el contrario, demandar a nuestros líderes queridos que pongan en pie una auténtica estrategia de democratización en esos países.
Cuanto antes se haga ver a los militares egipcios que la ayuda internacional quedará supeditada a los avances y reformas democráticas, mejor. En segundo lugar, hay que tener bien claro que, en lugares donde nunca antes se ha vivido la libertad, es una misión esencial proteger la tolerancia y la convivencia. Esto es: no se debe aceptar que, por el juego democrático, se permita a las fuerzas antidemocráticas aprovecharse del momento para minar la libertad individual y acabar con cualquier atisbo de democracia. En ese sentido, el llamamiento de la Casa Blanca para que se acepte a los Hermanos Musulmanes como un grupo más, incluso en los niveles del Gobierno, es una ingenuidad peligrosísima, que sólo augura para Egipto el mismo futuro del Líbano, un país cristiano que ha dejado de serlo por la fuerza del islamismo.
Es el momento de redoblar nuestra atención y ser vigilantes con los procesos. Hace no tanto hubo una auténtica revolución en el Líbano, donde se consiguió forzar la salida de Siria y caminar hacia un Gobierno de coalición. Cinco años más tarde, en parte por el temor de la comunidad internacional a perseguir a los asesinos del primer ministro Hariri, Hezbolá está en el centro del poder. Hace dos años, las calles de Teherán hervían de indignación por el fraude electoral burdamente perpetrado por los ayatolás, pero Jamenei y Ahmadineyad siguen ahí, aferrados brutalmente al poder.
La democracia en Oriente Medio exige algo más que una charla de amigos frente a la tele y con la cerveza a mano. Es posible y viable, pero debemos ayudarla a nacer y crecer. Hagámoslo de una vez por todas.
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