Los que sean de cultura afrancesada me entenderán enseguida. Claude Lanzmann siempre será el autor de una única obra que pronuncia con una simple sílaba: Shoah, "catástrofe", "hecatombe", "aniquilamiento" en hebreo. Era una manera de nombrar lo innombrable. |
–¿Qué quiere decir Shoah?
–No sé, quiere decir simplemente Shoah.
–Pero habrá que traducirlo, nadie lo va a entender.
–Eso es precisamente lo que quiero, que nadie entienda.
Esta corta conversación la mantenía Claude Lanzmann en 1985, pocos días antes de estrenar la película que le supuso doce años de trabajo persiguiendo la muerte invisible en Polonia, en las cámaras de gas de los campos de exterminio.
Este libro de memorias, que acaba de ser traducido al español, es una desbordante apología de la vida, de los amores, de los amigos de un hombre de 85 años que quiso asomarse a lo que nadie vio: el espacio jamás pisado, nunca fotografiado, nunca descrito por nadie, porque los que entraron en él pasaron a ser cenizas.
Lanzmann persiguió con una paciencia hercúlea a los Sonderkommandos, esos judíos que fueron los últimos operarios en el proceso de destrucción de los judíos, los últimos testigos de la muerte de su pueblo. Uno de ellos fue Abraham Bomba, el peluquero de Treblinka. En la antesala de las duchas de Zyklon B, los verdugos no intervenían, pues la máquina de matar trabajaba ya sin ojos. O casi.
Estas memorias se mueven con soltura entre las geografías épico-revolucionarias y las fabulaciones eficaces y tramposas del siglo XX. El mundo de aquel momento parecía estar al alcance de nuestro autor. Escritor, periodista y actual director de la mítica revista Les Temps Modernes, Lanzmann es un intelectual made in Saint-Germain-des-Prés, lo cual le otorga, de entrada, una infinita seducción. Pero su trayectoria primordial tiene que ver con su obsesión disciplinada; y es que su trabajo procede y retorna a la Shoah.
Se impuso a sí mismo recorrer el peor de los caminos posibles: hacer de lo innombrable que es la Shoah una película iconoclasta. Me dirán ustedes: es un imposible, Semejante exigencia conceptual bloquea cualquier narración del exterminio. Pues no. Lanzmann consigue narrar sin narración el proceso de exterminio del pueblo judío en Polonia.
Todo empezó con el rodaje de Pourquoi Israel, en 1973. Francia ya no podía sustraerse a una responsabilidad moral que le reventaba los ojos: una de las rutas hacia la Shoah pasaba por la estación ferroviaria de Drancy, a unos quince kilómetros de París. Allí empezó la Solución Final en territorio francés.
El trayecto final de la muerte: ésa es la parte conceptual que interesa al judío Lanzmann. La caza de los verdugos nazis: ésa es la parte detectivesca que seduce al periodista de investigación.
La liebre de la Patagonia son unas memorias descomunales, propias del egotista inagotable que es. En este sentido, Lanzmann es hijo de su tiempo: es un aventurero irreverente, un epicúreo raptado por la muerte invisible del otro, un caradura que resultó ser el mejor especialista del Holocausto, al que consagró su vida. Y eso no se perdona fácilmente. Con cincuenta años ya se había convertido en un mito carnoso y provocador. Los críticos españoles le han reprochado su egocentrismo desbordante, pero eso es peccata minuta frente su voluntad tenaz.
Todos sus esfuerzos se encaminaron, inexorablemente, a su obra maestra, Shoah, acabada en 1985. Película y libro. Este último, con prólogo de Simone de Beauvoir, la gran dama de las Letras, otro mito carnoso e irreverente. "Amé el velo de su voz", escribe ahora al recordarla. Y Lanzmann presume de ello, como debe ser, sin pudor, a sus 85 años.
Y eso tampoco se perdona fácilmente.
Claude Lanzmann es, como he señalado, autor de una sola obra, preso de una única obsesión que verbalizó en los inicios de los años setenta, cuando –precisamente– el antisemitismo parecía repuntar. Las anécdotas sobre su judaísmo se enhebran a lo largo de sus memorias. Como la de una señora neoyorquina que, tras la proyección de Pourquoi Israel, le interpeló:
–Oiga, Lanzmann, ¿cuál es su patria? ¿Francia o Israel?
–Señora, mi patria es mi película.
Su patria, su vida, su cuerpo, su escritura, su alma, su tormento, todo en él se dirige hacia un mismo punto de partida, que queda expresado en la primera frase de sus memorias:
Puede que la guillotina –más ampliamente la pena capital y los diferentes modos de administración de la muerte– haya sido el asunto central de mi vida.
Trabajar persiguiendo la muerte requiere una vitalidad sobrehumana. Lanzmann no busca a los muertos, tampoco a los vivos, y si lo hace es para llegar hasta los Sonderkommandos y embaucarlos, hechizarlos –con alguna ayudita etílica– para sacarles lo que callan. Lo que nunca habían dicho desde la liberación de los campos. Pero son segmentos de palabras entre chasquidos lo que sale de la punta de la lengua de los últimos testigos del exterminio de su pueblo.
Lanzmann relata con humor desesperado la minuciosa preparación de su equipo técnico para conseguir unos segundos de grabación. No quiere ser la voz de los que la dejaron en las cámaras de gas. No quiere ni siquiera poner imágenes. Lo humano ha muerto en Polonia.
Quiere empezar por el fin:
Quería dirigirme hacia el centro geográfico del exterminio: Treblinka.
Tuve una revelación.
Eso escribe Lanzmann, judío, racional y ateo.
A partir de ese rapto de la muerte, supo que había finalmente encontrado las claves de su obra magna.
Treblinka fue la mecha y exploté aquella tarde con una violencia insospechada y devastadora.
Ni historiador, ni pedagogo ni escritor, es un hombre devorado por lo que adivina.
Es muy difícil sentir cualquier cosa cuando trabajas día y noche con los cadáveres, tus sentimientos desaparecen.
Y lo inenarrable empezó a despuntar.
Shoah es una experiencia iconoclasta. Palabra de una sola sílaba que es un significante sin significado.
Su trabajo es la muerte evaporada. No quiere retomar los viejos fotogramas de carretas cargadas de cadáveres. No quiere hacer una nueva versión de la mítica Nuit et Brouillard. Dirá de ella: "Es un magnífico film idealista sobre la deportación". Pero él no quiere épica idealista. Ha tomado otra dirección.
El tren es metáfora recurrente en cuanto significa organización minutada del exterminio. Estudia los horarios, las paradas, los retrasos. Escudriña viejas hojas de ruta. Descubre anomalías: la fábrica de la muerte a veces exigía una tregua. Atasco en las vías. Matar en la Solución Final obligaba a mantener un ritmo infernal.
Silencio cortado por el chirriar de las vías que Lanzmann recorre cuarenta años después. No hay ruido humano. El hombre ha dejado de existir en la campiña polaca. Filma el ruido regular de las traviesas. El motor de la locomotora. Pájaros, pitido del tren, la velocidad que mueve las hojas de los árboles.
Lanzmann ha llegado finalmente a pisar el suelo donde se desvanecieron tantos seres. Y se detiene entonces en lo esencial,
la última bifurcación ferroviaria cuando lo irremediable se va a cumplir.
La consternación le hace afirmar la paradoja más estremecedora de la Shoah:
Nadie ha estado en Auschwitz.
Nadie puso nombre al lugar de la muerte. "Ni siquiera sabían cómo iban a morir".
Sólo hay piedras. La inmortalidad. Piedras más viejas que la vida, piedras que no mueren.
Rodé durante días las lápidas y las rocas.
Filmé piedras porque no había otra cosa.
Y aquellas piedras se convertían para mí en humanas.
Toda obra intelectual empieza por un rapto que súbitamente ilumina a su autor. ¿De dónde procede ese arrojarse al dolor iconoclasta? No lo sabe. Tampoco busca saberlo. Filmar la consternación y no la aflicción.
La liebre de la Patagonia es un libro profuso en anécdotas, en amores y en alegrías. Unos han criticado la vanidad desmesurada de su autor. Yo en cambio, la admiro. Al fin y al cabo, la palabra Shoah, que él acuñó sin saber hebreo, se impuso sobre cualquier otra.
Léanlo. Acepten las trampas de su autobiografía. Sus juicios erróneos. Que los hay. Pero, sobre todo, lean los tres últimos capítulos. Los mejores. Es una cura contra la desidia.
CLAUDE LANZMANN: LA LIEBRE DE LA PATAGONIA. Seix Barral (Barcelona), 2011, 528 páginas. Traducción: Adolfo García Ortega.
Fuente:libertaddigital.com
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