Intenso ruido de bombarderos se ha producido estos días atrás en Israel y la tormenta no ha amainado todavía. Todo empezó con el artículo de un prestigioso periodista, que el viernes 28 de octubre adivinó los peligrosos pensamientos de Netanyahu y su ministro de Defensa, el también exjefe de Gobierno, laborista, y antiguo jefe del Estado Mayor de las FFAA, Ehud Barak. Este par estaría dispuesto a lanzarse a un ataque contra las instalaciones nucleares iraníes, que desencadenaría una devastadora reacción por parte de los ayatolás. La explicación de tan desatentadas intenciones: que ambos están locos, cada uno a su manera. Naturalmente, cuando se dicen tales cosas solamente sobre la base de sospechas indemostrables, todas las pruebas que se puedan aducir son pocas. En este caso han consistido –aunque no demuestren intenciones– en la decidida oposición a tal aventura de los cuatro principales responsables de defensa y seguridad reemplazados por el actual Gobierno a comienzos del año: el del Estado Mayor de los ejércitos y los de las tres ramas de la inteligencia: militar, exterior (Mossad) e interior (Shin Beit), con el ex-Mossad Meir Dagan como principal vocero. Más aún: los entrantes, que habría que suponer nombrados al servicio de ese secreto designio, han permanecido más bien callados.
Pasando de puntillas sobre la vidriosa realidad de las intenciones y atribuyéndole un alto coeficiente de causalidad en todo esto a la ruda dureza de la política interna israelí y la utilización de todo el asunto por al menos una parte de los opositores al gobierno actual, el affaire pone de manifiesto algunas realidades de la mayor importancia para el país, su entorno y el mundo entero, nunca ajeno a lo que se pueda armar en el Oriente Medio.
Llevamos casi una década viendo avanzar el peligro de un Irán nuclear. Fallos internos y eficaces acciones exteriores lo han ido retrasando un poco. Puede que lo sigan haciendo, o puede que por fin estemos a un par de años de un pequeño arsenal atómico proyectable. Pero con lo que ahora parecemos encontrarnos es con que el resultado de la espera a que la amenaza fuera nítida e inconfundible sea que, supuestamente, ya no se puede hacer nada, o bien ahora hay que aguardar a que sea tan desesperada que una respuesta, mucho más terrible que la que se podría haber dado hace unos años, pueda recuperar alguna de la credibilidad que los peligros sin fin que originaría han ido erosionando: cabezas atómicas sobre Israel, una densa nube de misiles batiendo el país en toda su longitud, desde el N (el hezbollah libanés) y Sur (el Hamas palestino de Gaza), ataques contra las fuerzas americanas que quedaran en Irak y las desplegadas en Afganistán, así como contra las bases en el Golfo, y terrorismo sin freno por todas partes.
Si de verdad eso fuera ineluctable y paralizante, lo que impresiona es el grado de disuasión, en gran medida convencional, que la revolución islámica ha conseguido, con su capacidad de segundo golpe. Si Israel está frito, el mundo estaría aviado. Pero ni las intenciones son tan arriesgadas, ni es el león tan fiero como lo pintan, ni Israel deja de tener su propia y temible capacidad de segundo golpe.
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