UNA semiautomática, un cargador de munición del calibre 45, una cabeza anclada en convicciones rocosas, una escuela de niños judíos en Toulouse. Cuatro muertos: tres críos de entre cuatro y siete años y un maestro. Nada nuevo. Se llama antisemitismo. Y es la más intemporal forma de paladear el gozo de matar al otro sin ningún remordimiento.
No existe, para mí, «cuestión judía». Existe ese enigma mayor que es el antisemita: la variedad más delirante del puro asesino; y la que más intacta persevera a través del tiempo. Decir que ahora —al calor del ascenso islamista en las periferias urbanas— retorna el antisemitismo en Francia, es consolador. Y falso. No retorna, siempre estuvo. No en Francia, en toda la Europa que inventó su identidad sobre el exorcismo de la «raza maldita». Cristaliza hoy en el killer que dispara metódicamente su semiautomática sobre las cuatro víctimas seleccionadas. Cristalizó, antes, en prolijas variedades de asesinato individual o colectivo: de la Polonia de Chmielnicki en 1648 a la Centroeuropa del siglo XX. La diferencia, hoy, se llama Israel: la retaguardia firme de un Estado que defiende a sus ciudadanos en cualquier lugar del mundo. Ni a Europa le importó gran cosa masacrar cíclicamente a sus judíos, ni desaprovechó la ocasión de rentabilizar en espíritu nacionalista el odio antisemita. Después de Israel, matar judíos ya no es gratis.
Porque era gratis. Lo fue durante siglos. Judicial, política y aun anímicamente. El judío no era un hombre, no del todo; más bien, una específica infección que amenazaba a lo humano. Y con la que era necesario acabar por frías razones higiénicas. Su exterminio aparecía, para el antisemita de entreguerras, como una filantrópica intervención quirúrgica. Los más piadosos pensadores del siglo XIX la habían exigido ya. Sirva Lamennais de ejemplo. Él, que ve el corazón de la estirpe maldita «lacrado» con un sello «que no será roto hasta el final de los siglos», y que contra esa estirpe convoca a «todos los pueblos que la han visto pasar, a todos los que se han horrorizado del aspecto de esa raza marcada por un signo más terrible que el de Caín; sobre su frente, una mano de hierro ha escrito: deicida».
Francia nace al siglo veinte de la mano del «caso Dreyfus». En él forja el arquetipo de un enemigo aún más inconciliable que la enemiga Alemania: el pérfido judío, que amenaza a la patria desde dentro. Y, cuando Louis-Ferdinand Céline —el más alto de los escritores, el hombre más mezquino—, en el París ocupado de 1941, reprocha a gritos al gobernador militar alemán su pecado de no haber exterminado aún a los judíos franceses, sabe, sin duda, que en su obscena brutalidad resuena un anhelo plebeyo ampliamente compartido. Y, cuando al fin ese exterminio se desencadene, tras la redada del Velódromo de Invierno, entre el 16 y el 17 de julio de 1942, esa plebe —sin distinción de clase social ni de cultura— cumplirá alegremente su deber de denunciar al vecino judío. Hubo excepciones. Alguna, heroica. Pero ésa fue la regla. No, no existe «cuestión judía». Sí, un enigma mayor: el perenne deseo de excluir al otro de la condición humana, ese blindaje inconmovible de la conciencia al cual llamamos antisemitismo.
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