Por Leah Bonnín
Tras un silencio de casi cuatro siglos, aquel contacto con judíos sefardíes supuso el inicio de un largo proceso de redescubrimiento que, según Danielle Rozenberg, iba a conllevar tanto la reinterpretación de la identidad colectiva y las raíces plurales de España como la redefinición de las relaciones entre España y los judíos.
En la memoria colectiva judía, dice Rozenberg, la expulsión de Sefarad (el nombre en hebreo de España) fue asimilada como la mayor catástrofe de las padecidas entre la Diáspora y la Shoah. Por otra parte, en España la expulsión trajo consigo la imposición de una teología cristiana que abogaba por la pureza de la fe –controlada por la Inquisición– y los estatutos de limpieza de sangre, dirigidos contra los descendientes de los judíos conversos. Este antisemitismo de raíz cristiana iba a impregnar el imaginario colectivo hasta más allá de la abolición de la Inquisición, y tendrá como exponente más cercano la discriminación sufrida por los chuetas (descendientes de judíos conversos y portadores de quince apellidos estigmatizados) de Mallorca hasta fechas contemporáneas.
Rozenberg considera que en España existe un doble marco de referencia en lo tocante al judío, resultado tanto de la expulsión como de la relación mantenida con los descendientes de los expulsados redescubiertos a mediados del siglo XIX. Mientras que, desde la expulsión, el judío fue una figura abstracta a la que se aplicaron todos los prejuicios de raíz teológica cristiana ("Aquí la imagen del judío era una imagen muy alejada de la realidad: el judío era el que envenenaba a los niños, o tenía cuernos, o hacía las matsots de la Pascua con sangre de jóvenes cristianos. Todo esto eran prejuicios, pero no tenía nada que ver con la persona que tenían ante sus ojos", resumía Samuel Toledano, responsable de las comunidades israelitas de España), el sefardí descendiente de los expulsados acabaría por ser objeto de afecto y simpatía.
Una y otra actitud derivaron en posiciones políticas que la investigadora Rozenberg analiza a lo largo de tres períodos: desde mitad del siglo XIX hasta el fin de la Guerra Civil, la dictadura franquista y desde la instauración de la democracia hasta la actualidad.
A mediados del siglo XIX, la cuestión judía resurgió en España a cuenta del debate nacional en torno a la libertad religiosa y el redescubrimiento en el extranjero de los judeoespañoles, y coincidió con una oleada de antisemitismo en Rusia y Europa. La reacción del gobierno liberal del momento, de aproximación al mundo sefardí –hasta hubo intentos de repatriación–, obedeció a razones humanitarias, pero también a la ilusión de que los repatriados "podrían ayudar [al país] a adquirir un papel comercial más activo en el Mediterráneo". Ese periodo, que se alarga hasta 1939, está atravesado, en clave internacional, por la Guerra de África, los pogromos en el Mediterráneo Oriental, el caso Dreyfus, la Primera Guerra Mundial y la disolución del Imperio Otomano.
En líneas generales, los liberales tenderán a posiciones filosemitas, mientras que los conservadores mostrarán más diversidad. En la prensa se observan tres grandes corrientes: la liberal filosemita (Emilio Castelar, Ángel Pulido, Pérez Galdós, Blasco Ibáñez o Unamuno), en la que se relacionaba y condenaba la intolerancia del pasado con el antisemitismo del momento; la conservadora (Cánovas, Juan Valera), que reconocía la contribución judía a la cultura española pero justificaba la expulsión de 1492 y se oponía a la repatriación de los sefardíes, y la integrista, vinculada al carlismo y a posiciones extremas de la Iglesia Católica. La Guerra Civil, trágico colofón de este período, no hizo más que acentuar la distancia entre las distintas posiciones.
Son años en que tienen lugar, a cuentagotas, los primeros establecimientos de judíos en España: refugiados de la Guerra de África, hombres de negocios y refugiados de los pogromos de Rusia y Europa Oriental, primero; refugiados de las guerras balcánicas y procedentes de Turquía, tras la desmembración del Imperio Otomano; refugiados del nazismo, durante la Segunda Guerra Mundial.
Documentada hasta extremos insospechados, Rozenberg ofrece datos históricos y sociológicos, cita archivos recientemente descubiertos y transcribe entrevistas a líderes judíos comunitarios; y presenta un análisis pormenorizado de las relaciones entre judíos y españoles durante el periodo franquista.
Controvertido, polémico, paradójicamente catalogado como filosefardí y como antijudío, el dictador Francisco Franco resulta una figura cuando menos peculiar. En el plano nacional, asentaría su poder sobre los pilares de la Falange y la Iglesia Católica; en el internacional, esgrimiría la teoría de las tres guerras para situarse a un tiempo junto a Alemania y junto a Estados Unidos. Por una parte, las directrices a los consulados españoles en Rumanía, Bulgaria, Grecia y Hungría harían posible la protección de los judeoespañoles y, a instancias de los diplomáticos de Estados Unidos, facilitarían el tránsito de judíos por territorio español; por otra, a partir de 1940 el régimen franquista prohibiría todos los ritos hebraicos y disolvería las instituciones judías. Mientras que hacía alarde discursivo de antisemitismo y culpaba al contubernio judeomasónico bolchevique de todos los males de España y, durante la Segunda Guerra Mundial, ordenaba la creación de un archivo judaico, hasta ahora desconocido, para identificar a aquellas personas que pudiesen oponerse a las normas del nuevo Estado, gracias a la intervención directa o indirecta de los diplomáticos del régimen se salvaron miles de vidas judías. Y más adelante, mientras votaba negativamente en la ONU la creación del Estado de Israel y desarrollaba una política exterior proárabe, entre 1959 y 1961 facilitaba la tarea del Mossad para la evacuación de judíos de Marruecos y durante la Guerra de los Seis Días, en 1967, intervendría para liberar a judíos de Egipto. Todo un alarde de esquizofrenia política.
Sin que sea una situación como para lanzar cohetes –no hay que olvidar que las encuestas señalan España como uno de los países de Europa en los que se da más alto índice de antisemitismo, desplazado ahora hacia el antisionismo–, desde la implantación de la democracia hasta el presente las relaciones hispanojudías han tendido a la normalización; gracias a la Constitución de 1978, que instaura la separación entre Iglesia y Estado y garantiza la "libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley", y a gestos de la Monarquía y otras instituciones y representantes políticos; y gracias, también, a un marco legal que condena explícitamente la discriminación, el racismo, el antisemitismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia.
Originarios del antiguo Imperio Otomano, turcos, marroquíes, latinoamericanos –mayormente argentinos–, israelíes..., en la actualidad la población judía de España constituye una minoría diversa que se estructura en torno a tres aspectos –la religión, Israel y la memoria de la Shoah–, aunque la mayoría no está asociada a sinagoga o entidad judía alguna, ubicadas principalmente en Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga y Mallorca.
La España contemporánea y la cuestión judía es un libro imprescindible, por la cantidad de datos que aporta y porque renueva el interés sobre y el análisis de unas relaciones que han sufrido no pocos descalabros a lo largo de la historia.
Fuente:libertaddigital.com
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