No están las Naciones Unidas para reconocer estados, sino para admitirlos en su seno una vez se hayan constituido y hayan sido adecuadamente reconocidos. Una excepción se hizo en sus mismos orígenes, creando dos estados del mandato británico sobre Palestina, uno Israel y el otro, que se negó a constituirse, la Palestina árabe. El resultado ha sido un conflicto perpetuo.
Ahora el presidente de la Autoridad Palestina, creada por los acuerdos de Oslo, recurre al método internacional que derivó en el conflicto que llega hasta nuestros días, y que el gobierno de Jerusalén denuncia como una violación de dichos acuerdos, los cuales establecían que la marcha hacia la estatalidad había de realizarse mediante negociaciones bilaterales.
Mahmud Abbás –que sigue ocupando el puesto tras muchos meses sin haber convocado elecciones después del vencimiento de su mandato– dice que se ve impulsado por la desesperación ante el estancamiento de las negociaciones debido a que Israel se niega a desmantelar los asentamientos judíos en Cisjordania y a retornar a las fronteras de 1967. Los negociadores palestinos establecen esos puntos como condiciones previas, igualmente en contravención de Oslo. También se oponen de plano a reconocer a Israel como estado judío, y exigen el derecho de retorno de los que se fueron como consecuencia de la guerra de 1948, pretensiones inadmisibles para Israel.
El recurso a la internacionalización, que suscita el aplauso entusiasta de todos los enemigos del país hebreo, divide a sus partidarios, incluso a la propia población del estado judío. Desde el punto de vista jurídico el método es más que vidrioso, aunque como siempre en derecho los abogados de ambas partes se entrecrucen abundantes argumentos. Es sutil y complicada la política interna de cada bando que está detrás de sus respectivas posiciones públicas. Los líderes tienen las manos atadas por lo que sus opiniones aceptan o rechazan y por sus intereses políticos personales. En ese sentido el bando palestino padece muchos más constreñimientos y los intereses partidistas de Abbás y su formación política, el-Fatah, condicionan poderosamente su posición negociadora. Hamas –que gobierna Gaza, de hecho escindida, violentamente, de la Autoridad Palestina y que no se puede descartar que cuente con una mayoría de votos en Cisjordania, único ámbito de gobierno de la Autoridad– se opone a Oslo, a las negociaciones y al recurso a Naciones Unidas, porque rechaza cualquier forma de reconocimiento de Israel.
De inmediato Abbás gana popularidad entre sus partidarios y siega –un poco– la hierba en los pies de la radical Hamas. Si la puja internacionalizadora le diese un nuevo impulso a las negociaciones directas –como pretende con gran urgencia el cuarteto internacional que vela sobre las mismas y cuyo representante es Toni Blair– finalmente la maniobra de Abbás podría resultar positiva. Pero no se ve como esa jugada unilateral puede levantar los obstáculos que bloquean las negociaciones. Más bien al contrario. Utilizará el éxito propagandístico para endurecer más sus actitudes, con el peligro del recurso al desbordamiento callejero. Al final, ni estado ni paz.
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