Desde " Casa de Israel " trabajamos para hacer frente al antisemitismo , la judeofobia y la negación o banalización de La Shoá ( Holocausto) . No olvidamos las terribles persecuciones a las que fue sometido el pueblo judío a través de los siglos , que culminaron con la tragedia de La Shoá . Queremos tambien poner en valor y reconocer la fundamental e imprescindible aportación de este pueblo y de la Instrucción de La Torá , en la creación de las bases sobre las que se sustenta la Civilización Occidental.
Cambian las vidas cuando cambia el léxico. Aquel verano del 67 iba a traerme una palabra nueva: «antisemitismo». Yo acababa de cumplir los 17. Lo judío me caía tan cerca, más o menos, como la galaxia Rigel.
Y el neologismo «antisionista» no era aún de uso común: acabaría por
ser password de todos los progresismos, pero eso llegaría algo más
tarde.
Y, de repente, la «guerra de los seis días». Que nada tuvo
de esa sorpresa que es de rigor proclamar ahora. Cualquiera que leyera
la prensa u oyera la radio sabía que el choque era inminente. La
sorpresa -ésta sí, absoluta- fue su desenlace. Sorpresa y, sobre todo,
desilusión. La España oficial, por supuesto, pero también buena parte de
Europa, rumiaban con poco disimulo su deseo: que los ejércitos árabes
hagan el trabajo que Hitler dejó a medias. En 1967, no era sólo una consigna neonazi.
¿Ataque
por sorpresa? No, no hubo nada de eso. Nasser venía, en Egipto,
predicando la aniquilación judía desde al menos tres años antes. 1964:
«El peligro de Israel consiste en la existencia misma de Israel»; 1965:
«No entraremos en Palestina con el suelo cubierto de arena. Entraremos
con el suelo empapado en sangre… Aspiramos a la destrucción del Estado
de Israel… Nuestro objetivo es la erradicación de Israel».
A partir de mayo de 1967, la movilización de los ejércitos egipcio y sirio se desdobló en una retórica bélica irreversible. Háfez al-Assad,
entonces sólo ministro de Defensa sirio, 20 de mayo: «Yo, como militar,
creo que ha llegado la hora de entrar en una batalla de aniquilación».
Nasser de nuevo, 27 de mayo: «Nuestro objetivo será la destrucción de
Israel»; 28 de mayo: «No aceptamos ninguna coexistencia con Israel»; 30
de mayo: «Esta acción cambiará el mundo». El 4 de junio, el presidente
de Irak, Abdul ar-Rahmán Arif, se une a la alianza militar con Egipto,
Jordania y Siria: «La existencia de Israel» -proclama- «es un error que
debe rectificarse. Ésta es nuestra oportunidad de borrar la ignominia
que ha caído sobre nosotros desde 1948. Nuestra meta es clara: barrer a
Israel del mapa». Un día después, el 5 junio, la aviación israelí tomó
la iniciativa y destruyó en tierra la aviación aliada. La operación
militar más asombrosa del siglo XX comenzaba. Al cabo de seis días, los
215.000 hombres de la alianza árabe fueron deshechos por los 125.000 del
Tsahal israelí. ¿Fue, para Israel, una victoria «barata»?
Es otro tópico insostenible. Los 777 muertos y 2.586 heridos israelíes
durante esos seis días equivalen, en proporción poblacional, al doble de
las bajas estadounidenses a lo largo de los ocho años de guerra en
Vietnam.
¿Siguieron a la victoria imposiciones exorbitantes sobre
los vencidos? Es difícil aceptar eso, si se analiza lo sucedido el 17 de
junio en Jerusalén, cuando Moshe Dayan, tras haber recuperado la ciudad
que es corazón del judaísmo, concede a las autoridades musulmanas el
pleno control sobre el Monte del Templo,
epicentro religioso de la capital; y cuando su acuerdo excluye del
derecho a orar allí a los mismos judíos que se habían jugado la vida por
recuperar el lugar sagrado de sus mayores. Así sigue.
En aquel
verano del 67, leí las Reflexiones sobre la cuestión judía de J.-P.
Sartre: «La causa de los israelíes estaría casi ganada, si sencillamente
sus amigos hallaran para defenderlos un poco de la pasión y
perseverancia que sus enemigos ponen para destruirlos, si entendieran
todos que el destino de los judíos es su destino propio». Y las palabras
fueron cobrando sentido.
Al cumplirse 50 años del final de la Guerra de los Seis Días, narramos la gesta de Ángel Sagaz, embajador en El Cairo
Aquí el relato de un superviviente y los papeles desclasificados de la operación secreta 'Pasaporte 128'
El 21 de junio de 1967, con los rescoldos aún humeantes de la derrota árabe en la Guerra de los Seis Días, la España de Franco emprendió una operación secreta para liberar a cientos de judíos confinados en cárceles egipcias y evacuarles del país en compañía de sus familias. El telegrama cifrado número 128, remitido desde Madrid a la embajada española en El Cairo, puso en marcha una labor guiada por la más absoluta discreción que Crónica
reconstruye cuando se cumple medio siglo de una contienda que causó
estragos en una región rota hoy en mil trincheras. "En los primeros
momentos de la guerra, los servicios de la policía de la RAU [República Árabe Unida, la denominación oficial de Egipto por aquel entonces] iniciaron la detención de judíos, tratando, en general, que de cada familia hubiese alguno en prisión,
con el fin de atemorizar a toda la minoría", relata Ángel Sagaz, el
entonces embajador español en Egipto, en un despacho reservado fechado
años después al que ha tenido acceso este suplemento.
Sagaz, un
veterano diplomático que acabaría sus días al frente de la legación en
Washington, fue el ángel que hizo posible la operación en clave "Pasaporte 128".
"En
casa esa evacuación nunca se contó como si se tratase de una gran
hazaña. Siempre se entendió que era parte del trabajo que tenía que
hacer mi padre", desliza su hijo Manuel Sagaz. Las gestiones del
embajador resultaron decisivas en un episodio de la diplomacia española
poco conocido. Desde aquel tormentoso verano de 1967, Sagaz desfiló por
los pasillos del régimen egipcio en busca de un intrincado acuerdo. La embajada española había asumido la representación de los intereses de Estados Unidos en Egipto.
A principios de junio la comunidad israelí en Madrid y organizaciones
judías estadounidenses se habían dirigido al Gobierno franquista
suplicando ayuda para salvar a la menguante minoría judía, convertida en
cabeza de turco de las refriegas contra Israel. "La embajada de España,
desde el primer momento, entró en contacto con las comisarías de
policía y el Ministerio del Interior para defender a todos aquellos
judíos que tenían pasaporte español", evoca Sagaz en los cruces de
mensajes que en esos años mantuvo con sus superiores. La orden de Exteriores, no obstante, pedía expresamente proporcionar protección a "sefardíes o no sefardíes".
Un
desafío que Sagaz sorteó urdiendo una astuta artimaña para persuadir a
las autoridades egipcias. En sus reuniones con el ministro del Interior y
sus subalternos solía reivindicar la españolidad de todos los
judíos que aún permanecían en el país árabe en virtud del decreto
dictado por Primo de Rivera en diciembre de 1924 "sobre
concesión de nacionalidad española por carta de naturaleza a protegidos
de origen español". Una argucia ya empleada durante la II Guerra Mundial
por otros diplomáticos como Ángel Sanz-Briz, el encargado de negocios de la embajada española de Hungría que salvó la vida de alrededor de 5.000 mil judíos húngaros en pleno Holocausto.
"Sagaz usa la misma estratagema que su tocayo en Budapest. Concede
pasaportes en base al decreto de 1924 independientemente de que tuvieran
algún vínculo con nuestro país", reconoce José Antonio Lisbona, autor
del libro Más allá del deber en el que desempolva la labor de
varias decenas de diplomáticos patrios al auxiliar a la comunidad judía.
Por caprichos de la historia, Sanz-Briz había tenido como primer
destino la legación en la capital egipcia.
Coincidencias aparte,
los correos de Sagaz con Exteriores -de los que no queda rastro en la
embajada española en El Cairo y que se guardan en el Archivo General de
la Administración- levantan acta de los pormenores del plan. Los telegramas enviados desde El Cairo informan del goteo de salidas logradas por la mediación española.
"Me permito adjuntarle dos listas de las personas de origen judío
evacuadas hasta el presente. La primera, de 10, está formada por
aquellos españoles de origen judío que con anterioridad a la Guerra de
los Seis Días tenían pasaporte español. La segunda lista, de 131
personas, corresponde a las que han recibido documentación española
después del 4 de junio. La diferencia es significativa", escribe Sagaz
en una nota al ministro de Exteriores de la época, Fernando María
Castiella. Corría octubre de 1967 y los egipcios, interesados en
expulsar a los últimos representantes de la otrora vibrante comunidad
judía, habían aceptado la treta.
Al éxito contribuyeron, como admite el embajador, "las excelentes relaciones con los países árabes y no haber reconocido al Estado de Israel".
"Nos libra de toda sospecha o posible interés político, teniendo por
tanto nuestro trabajo un exclusivo fin humanitario", subraya el
diplomático. También ayudó a las negociaciones que se desplegaron
entonces la amistad que trabó Sagaz con el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser,
el icono del hoy marchito panarabismo, y su corte de oficiales. Unos
lazos que sirvieron para desbaratar entuertos y amenazas como la
publicación en 1967 del primer testimonio de uno de los judíos
deportados.
El relato, aparecido en el semanario francés L'Express, desveló los interrogatorios y las torturas a los que eran sometidos cientos de judíos
intramuros de las infames prisiones del país. "Ha tardado medio año en
coger la pluma, pero, al final, no ha resistido la tentación de
presentarse como un héroe", se queja Sagaz en un despacho. El artículo
vulneraba el absoluto mutismo de quienes fueron liberados acerca de su
experiencia carcelaria, una de las dos condiciones impuestas por los
egipcios al embajador. El otro requisito era que los expulsados no se dirigieran inmediatamente hacia Israel.
Consciente de que el pacto corría peligro, Sagaz acudió al
subsecretario del Ministerio del Interior egipcio, al que confesó: "Yo, a
cada persona que abandona el país le pido que me prometa que no dirá nada en contra de estas autoridades,
para las cuales no tengo más que motivos de agradecimiento, y si lo
hiciesen, a pesar de esta advertencia, señor subsecretario, yo dejo de
hacer lo que estoy haciendo y me pongo a jugar al golf".
Sus
palabras surtieron efecto y se registró una segunda oleada de salidas.
En su objetivo de completar la misión, Sagaz no estuvo solo. Su esposa, Úrsula Zinsel, también se sumó a la empresa. "Él era mucho mayor que ella. Desempeñó una labor voluntaria muy importante en calidad de presidenta honoraria de Cáritas Egipto", recalca Lisbona. Úrsula, fallecida en 2012, fue la que narró a sus hijos la aventura. "Aprovechó su nombramiento para acceder a las cárceles de mujeres y repartir ropa, alimentos y medicinas.
Así conoció a las judías que se hallaban detenidas", comenta uno de sus
vástagos. Los padres de Úrsula huyeron de Alemania tras la crisis de
1929 y emprendieron una nueva vida en las Islas Canarias. "Y allí nació
mi madre. Imagino que su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por
lo que sucedió en Alemania. Seguramente todo aquello le ayudó a
implicarse más en este asunto, a ser más solidaria que la media",
agrega.
Entre 1967 y 1970, hasta 1.500 judíos abandonaron la tierra de los faraones por la diligencia de Sagaz y su cónyuge. En su mayoría, eran judíos apátridas que habían sido confinados en los penales de Tora, al sur de El Cairo,
y Abu Zabal, en el norte de la capital, y la prisión de mujeres de
Qanater, en el delta del Nilo. Uno de aquellos presos judíos bendecidos
por el ángel español fue Ovadia Yerushalmi. "En aquel momento nadie nos
informó de la implicación de la embajada española en El Cairo. Nos entregaron los pasaportes españoles poco antes de tomar el vuelo hacia Francia",
dice el superviviente, de 72 años. "No teníamos la más remota idea del
porqué de aquellos pasaportes. Nos pareció una ironía. Habíamos vivido
en Egipto como apátridas y nos convertíamos en españoles en nuestra
huida del país". El medio siglo transcurrido no ha extraviado los
recuerdos carcelarios de Yerushalmi. "Fue terrible, inhumano y
humillante. Fuimos arrestados y encarcelados durante dos años sin motivo.
Nos colocaron a 72 personas en una pequeña celda sin las condiciones
higiénicas mínimas. La comida era horrible y escasa. Nos golpeaban e
insultaban día y noche para vengar su derrota en la guerra".
Las primeras remesas de refugiados partieron del puerto de Alejandría en los buques españoles Benidorm y Benicarló con destino a Marsella, Génova o Barcelona
en unos trayectos costeados por el Gobierno español. Los protagonistas
de la segunda fase de la operación, sin embargo, partieron en vuelos
regulares de Air France a un ritmo de ocho personas cada dos días
sufragados por organizaciones judías. Como atestigua la documentación
desclasificada, la embajada española recibió y repartió entre la
comunidad judía las ayudas económicas que llegaban del exterior a
espaldas de las autoridades egipcias. "Si saben que reciben más ayuda de
fuera, tendrán menos interés en resolver este problema", alerta Sagaz
en una de sus misivas.
"Sagaz se implicó en la solución.
Iba a recoger a los judíos que eran excarcelados, les firmaba el
pasaporte y en un coche con matrícula diplomática los trasladaba a
Alejandría para que tomaran el barco", indica Lisbona. Para
entonces la comunidad judía egipcia empezaba a ser un vago recuerdo de
su esplendor pretérito. A principios del siglo XX superaba las 90.000
almas. El nacimiento del estado de Israel en 1948,
el crecimiento del antisemitismo, las guerras árabe israelíes y las
expropiaciones y expulsiones ordenadas por Nasser alimentaron el éxodo y
dejaron bajo mínimos el censo. "No era una comunidad muy grande ni se
hacía mucho notar", dice la española Verónica Nehama, que residió en
Alejandría hasta los 11 años. "La recuerdo como una ciudad preciosa con
unas playas maravillosas. Los judíos vivíamos de manera más europea, sin
lujos pero con agua corriente y camas", narra esta alejandrina que
abandonó Egipto en 1957, con el trasfondo de la nacionalización del
canal de Suez. "Era una sociedad dentro de otra con vivencias
paralelas". Hoy los últimos judíos que residen en Alejandría y El Cairo apenas rebasan la decena. El representante más joven ha cumplido el medio siglo y carece de descendencia.
Sagaz
fue testigo del ocaso. "Ahora no hay más de 1.000 judíos entre
detenidos y en libertad en todo el país", detalla en una carta fechada
en 1970. Su interlocución se propagó pronto entre quienes socorrían a
una colonia en retirada. "La Cruz Roja nada puede hacer por ellos y
cuando reciben alguna petición, discretamente le sugieren que vayan a la
embajada de España, la "única que puede hacer algo". Calculo que en
breve habrá una cifra igual o mayor sobre la que negociaré en forma
análoga a lo hecho hasta ahora", había dejado por escrito tres años
antes. La memoria del diplomático, que logró la evacuación de 40 judíos de Sudán, ha concitado escaso interés público en España.
"Lo que más me sorprende es lo poco que se sabe de la valiosa ayuda que
prestó Sagaz para ayudar a salvar a cientos de judíos perseguidos por
las autoridades egipcias. Más de 1.000 personas le deben a España y al
embajador sus vidas, pero muy poco se ha hecho para reconocerlo y
homenajearlo", lamenta Raanan Rein, vicepresidente de la Universidad de
Tel Aviv.
La mayoría de los agraciados por su gesta cumplieron la promesa de Sagaz y guardaron silencio.
Los pasaportes concedidos por España les sirvieron como salvoconducto
para escapar de la ira egipcia. Tenían dos años de vigencia y los
consulados españoles en el extranjero recibieron órdenes concisas de no
renovarlos. "Muchos se quedaron en Francia. Algunos se marcharon a
América repartiéndose desde Canadá hasta Brasil. Todos se comprometieron
a no trasladarse inmediatamente a Israel, pero después de algún tiempo
varias familias ya estaban instaladas aquí", informa Rein. "Recuerdo una
conferencia que dicté en la universidad sobre este tema hace ahora unos
diez años. Al terminar, se acercaron varias personas a darme las
gracias. Eran judíos egipcios que estaban muy emocionados por el
reconocimiento que le di a Sagaz. "España nos salvó la vida", me dijeron
con los ojos empapados en lágrimas".
Años después de aquella evacuación, uno de los hijos de Sagaz se topó con uno de los que recibieron el amparo de su padre.
"Uno de mis hermanos acudió a una librería en Nueva York buscando un
empleo para pagarse los estudios. El dueño le identificó y le confesó
que mi padre le había ayudado a salir de Egipto. Es el único
superviviente que pudimos localizar", esboza Manuel de una biografía
todavía en zona de sombras. De su verdadero redentor, el que lidió con
los generales egipcios hasta alejarle del infierno de Abu Zabal,
Yerushalmi sólo tuvo noticias mucho después, cuando Sagaz ya había
perecido. "Para los judíos, es un hombre justo que nos ayudó en tiempos
de necesidad y apuros. Le agradezco su coraje y dedicación a nuestra causa. ¡Viva Ángel!", concluye.
En este momento estoy mirando la
cobertura de los ataques terroristas en Londres, de nuevo en Inglaterra,
de nuevo en Europa. Que si lobos solitarios, que si grupos operativos,
los medios hacen la cobertura a su manera, pero casi ninguno se atreve a
decir lo que es: terrorismo islámico. Residí en Israel casi siete años. Recuerdo todas las medidas de seguridad de allí: cada vez que se ingresa en un shopping,
en una estación central o en cualquier lugar muy concurrido, uno debe
pasar por un chequeo que incluye un detector de metales; si uno se
olvida un bolso en cualquier lado, la Policía acordona el lugar y envía
un robot para desactivar la posible bomba; no sé si seguirán existiendo,
pero cuando yo visitaba Jerusalén había guardias de seguridad que
controlaban a aquellos que se subían a algunos autobuses; etc. Y no, no
me refiero a ninguna zona de especial peligrosidad como una frontera
hostil o un asentamiento en Cisjordania, sino a lugares céntricos del
país. Recuerdo también aquella vez que estaba cenando en mi apartamento
de Tel Aviv y las fuerzas de seguridad buscaban a una terrorista que
andaba suelta por la ciudad. Por supuesto que nos pedían que no
saliéramos de nuestros hogares, y jamás podré olvidarme de un
helicóptero que volaba tan bajo que su luz ingresaba a través de la
ventana iluminando el comedor. Esa mujer fue encontrada en las
inmediaciones de un restaurante de la playa donde yo trabajaba por
entonces. Uno se acostumbra a vivir así. De hecho, cuando
volvía de visita a mi Buenos Aires natal, antes de ingresar a un centro
comercial me paraba unos pocos segundos de forma automática en la
entrada, y solo continuaba mi marcha cuando me daba cuenta de que ya no
estaba en Israel y nadie iba a revisarme.
Ignacio Echeverría , español muerto en el último atentado islamista en Londres.
Los atentados en Israel eran y son justificados, a
veces con vehemencia y a veces con disimulo. La comprensión de los
asesinatos de israelíes a manos de terroristas palestinos suele ser cosa
de personas –muchas de las cuales también están en Europa– que a su vez
ven –tal vez veían– los ataques en sus países como "incidentes
aislados". No obstante, cada vez son más frecuentes, no solo los
atentados sino los episodios de intolerancia hacia los infieles en pequeños y reiterados actos violentos que no suelen llegar a los medios mainstream. El miedo en Europa se propaga cada vez más. Pero lo
importante para los políticos de allí es seguir debatiendo algún
presunto problema con el clima que, en el mejor de los casos, es
discutible.
Es tragicómico pensar que aquellos que creían que los israelíes se
merecían lo que les sucedía estén ahora pasando por lo mismo (o peor
aún) y tengan que aplicar las mismas medidas de seguridad que el Estado
judío. Israel es un país que está en una región donde los islamistas se
encuentran por doquier, no puede hacer otra cosa más que defenderse; y,
como puede observarse, tiene éxito. La corrección política, el buenismo, la cobardía y el oportunismo
de algunos políticos del Viejo Continente abrieron las puertas al
islamismo, que ya está dentro y expandiéndose cada vez más y a mayor
velocidad. Los avisos fueron dados en su momento, pero no fueron
escuchados. Se llegó a tildar de "fascista", "racista" e "intolerante" a
quien se oponía al multiculturalismo y advertía sobre lo que iba a
suceder. Todavía hoy, a pesar de que el agua de la olla está comenzando a
hervir, algunos siguen repitiendo esos descalificativos con elaboradas
argumentaciones en favor del buenismo. Saltar de la olla puede
significar reconocer que estuvieron equivocados muchos años y que
también son responsables de la desesperante situación actual. Eso sí,
cada vez son menos los que optan por cocerse como ranas, y las masas
silenciosas se están haciendo escuchar en las urnas dando cada vez más
fuerza a candidatos a los que seguramente jamás hubieran votado de otra
forma. Europa tiene dos opciones: continuar por el camino
que conduce al suicidio lento y doloroso o tomar medidas mucho más
contundentes que las que criticaban a Israel. Hoy ya es tarde para
seguir apuntando dedos para fuera, y demasiado peligroso para continuar
inventando enemigos externos: el verdadero enemigo los está devorando
desde adentro.
Fuente:libertaddigital.com