Casa de Israel - בית ישראל


Desde " Casa de Israel " trabajamos para hacer frente al antisemitismo , la judeofobia y la negación o banalización de La Shoá ( Holocausto) .
No olvidamos las terribles persecuciones a las que fue sometido el pueblo judío a través de los siglos , que culminaron con la tragedia de La Shoá .
Queremos tambien poner en valor y reconocer la fundamental e imprescindible aportación de este pueblo y de la Instrucción de La Torá , en la creación de las bases sobre las que se sustenta la Civilización Occidental.

"... עמך עמי ואלהיך אלהי ..."

martes, 20 de febrero de 2018

Una academia para preservar el judeoespañol

Nunca he estado tan cerca de la creación de esta institución. La Real Academia Española anunciará hoy si definitivamente sale adelante, como todo indica, la iniciativa para proteger y promover esta lengua junto a todo su legado cultural.

Los sefardíes se llevaron consigo las llaves de sus casas, como las de la esta fotografía, que se legaron de una generación a otra a lo largo de los siglos 

En su memoria, España aún se llama Sefarad. Cuando los Reyes Católicos los expulsaron en 1492, los judíos se llevaron consigo no solo unas tradiciones, una cultura o el recuerdo de una tierra, también se marcharon con el legado de una lengua. Las generaciones posteriores de sefardíes que se asentaron en otros países conservaron con celo la lengua que hablaban sus antepasados, el castellano puro del siglo XV, que posteriormente pasó a denominarse djudezno, en otras como ladino y, algo más común y frecuente, judeoespañol. Un idioma que a lo largo de las centurias ha soportado los diversos desafíos y reveses de la historia y que ha llegado a nuestros tiempos con los préstamos que ha recibido de otras lenguas. La Real Academia Española reflexiona desde ayer la creación de una Academia de judeoespañol. Un debate que ha contado con estudiosos y especialistas en la materia, algunos de ellos pertenecientes al Instituto Salto para el Estudio del Ladino de la Universidad Bar Ilán de Israel, Autoridad Nacional del Ladino de Israel y la Asociación Presidente Navon de Israel. «Esta iniciativa es fundamental –subraya Darío Villanueva, director de la RAE, a este periódico– por dos motivos: la dignificación del judeoespañol y lo que significa como lengua de recorrido histórico y que ahora está desapareciendo, pero, también, para incrementar su estudio a través de sus tradiciones sapienciales, folclóricas y de la herencia que ha ido dejando a lo largo de estos cinco siglos». Eliezer Papo, de la Autoridad Nacional del Ladino, quien asiste a esta convención, añade una explicación trascendental. «Cuando los países balcánicos salieron de la dominación otomana y se constituyeron como naciones, muchos aceptaron las lenguas nacionales. Ciertas élites también impulsaron el aprendizaje de idiomas como el hebreo o el francés. Ahora, la mayor parte de los sefardíes que hablan el judeoespañol tienen la idea equivocada de que es casi un argot. La apertura de una academia precisamente demostraría a sus hablantes que no lo es y que los préstamos que tiene, por haber estado en contacto con otras lengua es algo propio de un idioma que está vivo y que está en contacto con otros, porque, al igual que el español tiene arabismos, en el judeoespañol puede encontrarse léxico procedente del turco o el griego». Para Eliezer Papo no existe ningún género de duda: esta academia debe tener su sede «en la capital de Israel, Jerusalén, porque es en este país donde reside el mayor número de sefardíes que viven hoy en día, alrededor de 300.000, el 80 por ciento de los hablantes que tiene en el mundo entero». Algunos de los proyectos que se reforzarían desde ella serían, aparte de fundar comisiones, fomentar actividades culturales o incentivar estudios, plantear el proyecto de un diccionario histórico y etimológico «para dar cuenta de su enorme riqueza léxica y salvaguardar el significado de sus palabras» y, también, proceder a la «digitalización de los documentos y archivos en ladino que han llegado hasta hoy, que es un extraordinario corpus de prosa, poesía, teatro, ciencia, filosofía, literatura rabínica o popular, y poner disponible en la red este abundante caudal cultural para que sea accesible a los investigadores».

En la encrucijada
Moisés Orfali, académico correspondiente de la RAE de Israel desde 2015, comenta a LA RAZÓN que esta academia es de una enorme relevancia, porque «todavía está vivo y aún hay mucha gente que lo entiende, pero al no hablarse oficialmente, sobre todo por la mentalidad de las jóvenes generaciones, que no quieren hablar la lengua de los abuelos, está en una situación delicada a pesar de que existen diarios en judeoespañol en algunos países y en la radio de Israel hay programas científicos y culturales en esta lengua, lo que hace que lo escuchen muchos posibles hablantes que se muestran pasivos en la actualidad».
Darío Villanueva insistió ayer en la importancia del judeoespañol: «Nos ayuda a comprender el castellano del siglo XV, porque es la lengua que está en su base y porque el castellano durante el siglo XVI experimentó un cambio que afectó a la fonología y la pronunciación y a algunos aspectos de estructura gramatical. Es un vestigio vivo de lo que era el castellano antes de esa transformación, que sucedió, precisamente, después de la expulsión de los judíos. En su fundamento fonético y sintáctico, el judeoespañol está más cerca de los grandes clásicos, de los monumentos literarios españoles de esa época. Eso no quiere decir, claro, que los estudios filológicos no nos hayan permitido acceder a los entresijos del castellano de entonces, porque esa clase de incertidumbres y dudas están resueltas. Es cierto –añadre– que ya no mantiene su pureza y que está trufado de palabras de muy diversa procedencia, pero eso lo convierte en un campo excepcional para los lingüistas». El propio Darío Villanueva insiste en el delicado momento que atraviesa el ladino: «Se está perdiendo como lengua de comunicación ordinaria, incluso en el ámbito familiar. El Holocausto se cebó en los judíos sefardíes y con su muerte de-saparecieron muchos hablantes. Luego hay que tener en cuenta que, después de la Segunda Guerra Mundial, se crea el Estado de Israel, que recupera el hebreo y lo convierte en lengua viva y, por eso, las distintas comunidades que se integran en él, primero aprenden el hebreo y abandonan las lenguas que traían con ellos. Mientras, los sefardíes que deciden vivir en hispanoamérica asumen el español de los siglos XIX y XX, en consecuencia abandonan esta otra lengua».
Eliezer Papo tampoco dibuja un horizonte optimista. «Soy realista», argumenta. Pero tampoco quiere caer en el pesimismo. «Como lengua de cada día está decayendo y es cierto que no existe hoy un hablante que utiliza el judeoespañol como única lengua de comunicación. Y hay que comprender que estos judíos se casan con otros que no lo conocen. Dentro de dos o tres generaciones no habrá más que unas cientos de parejas que lo usen. Pero estoy convencido de que se mantendrá como lengua de cultura para siempre en Israel. “El Talmud” está escrito en arameo. Los judíos no hablan arameo, pero es tan importante para ellos que lo estudian para poder leer “El Talmud” en su lengua original. No lo leen –afirma– ni en una traducción al hebreo. Los judíos son muy persistentes cuando tratan de mantener su herencia cultural y creo que por cientos de años, muchos lo hablarán para poder profundizar en esta cultura hablada».
Si hoy saliera de la RAE el anuncio definitivo de esta creación, aún tardaría unos años en tener unos estatutos definitivos y en formar un cuerpo de académicos que permitiera después su correcto funcionamiento. Pero, en cuanto esos puntos acabaran de perfilarse, la academia del judeoespañol, correspondiente de la RAE, pasaría a ser inmeditamente el 24º miembro de la Asociación de Academias de la Lengua española ( Asale )
Fuente : larazon.es

jueves, 15 de febrero de 2018

Memoria polaca - Gabriel Albiac



Fue poco después de la caída del Muro en Berlín. Yo conversaba con uno de los intelectuales polacos de Solidarnosc. Los orígenes familiares de mi interlocutor lo situaban en el punto de cruce trágico entre judaísmo y comunismo. Me vino a la cabeza, de inmediato, el drama del antisemitismo polaco. Lo dejé caer, con esa torpe ingenuidad del que no espera que lo obvio pueda herir a nadie.
Me equivoqué. Por supuesto. Hay obviedades cuya evocación hiere aún a los más inteligentes. Y el hombre con el que estaba hablando lo era. «No hay antisemitismo en Polonia», zanjó. Pensé que era una broma. Hice una fugaz referencia a la matanza de 1648, precursora de los genocidios modernos. «Polonia no tuvo nada que ver con eso. Fue cosa de los ucranianos». Entendí que era aquel un drama vetado en la conciencia de un polaco. Y me abstuve de retornar al siglo veinte y a la escena que Claude Lanzmann transmite en Shoá, a través de la voz de un superviviente de los trenes de la muerte: los gestos de burla de los aldeanos polacos hacia el ganado humano que se encamina a Auschwitz, los pulgares que trazan un semicírculo en el cuello, celebrando su destino. No, no vale nunca la pena recordar algo que la censura moral exige que se borre. Y, además, el hombre con quien yo hablaba era un tipo decente que había sufrido con coraje la represión de la dictadura. No era ni el lugar ni el momento para hablar de aquello. Lo es ahora. Y no ante un resistente. Sino ante políticos que no sólo ofenden la verdad y la decencia; que apuestan, sobre todo, por falsear la historia. Y manufacturar una memoria a la medida.
La semana pasada, el presidente polaco, Andrzej Duda, anunció la firma de una patriótica ley de memoria: de «memoria histórica», diríamos aquí; esto es, de invención sentimental del pasado. Sus objetivos son claros: aplicar el código penal a quien, «acuse, públicamente y contradiciendo los hechos, a la nación polaca o al Estado polaco de ser responsables de los crímenes nazis cometidos por el III Reich alemán». Las penas en las que incurriría un historiador que no se plegase a este interdicto podrían alcanzar hasta los tres años de cárcel.
Polonia ha sido un país masacrado; siempre al acecho del mal que viene de Rusia. Se entiende la amargura que volver los ojos atrás acarrea para sus ciudadanos. Pero esa amargura en nada altera los hechos. Y menos aún justifica legislar el modo de alterarlos. Claro está que Polonia vivía bajo jurisdicción alemana; claro está que la decisión de instalar en su suelo los campos de exterminio se tomó en Berlín. Nadie en su sano juicio cuestiona eso. Como ningún historiador en el sano uso de su disciplina cuestiona el entusiasmo con que una gran parte de la población polaca acogió el exterminio de sus judíos. La lectura del reciente libro de Fernández Vítores, Mira, Palmero y Sánchez Tortosa sobre el Holocausto es demoledora al respecto.
El pogromo de la aldea polaca de Jedwabne fija el canon: «Un día de julio de 1941, la mitad de una pequeña población del Este de Europa asesinó a la otra mitad, unas 1.600 personas, entre hombres, mujeres y niños. Lo más curioso es que aquel día el cuartel de la gendarmería alemana fue el lugar más seguro para los judíos. Fueron unos polacos normales y corrientes los que mataron a los judíos». Quemándolos vivos. Lo narra -sobre las actas de la comisión investigadora de 1945- el historiador Jan T. Gross. Hoy, escribir lo mismo lo llevaría a la cárcel. A eso llaman memoria. Histórica.
Fuente : abc.es