Robert W. Nicholson ha escrito un ensayo fascinante para la revista Mosaic, titulado "Evangélicos e Israel: lo que los judíos norteamericanos no quieren saber (pero deberían)". Dicho ensayo ha dado lugar, a su vez, a comentarios de Wilfred MacClay, Elliott Abrams, Gertrude Himmelfarb y James Nuechterlein. Cada uno presenta una perspectiva algo diferente sobre lo escrito por Nicholson; la lectura de todos ellos merece la pena.
El ensayo busca la explicación del sionismo cristiano,
y encuentra que para algunos cristianos ésta se encuentra en la
escatología, mientras que para otros se halla en la alianza eterna de
Dios con Israel. Nicholson sostiene que muchos evangélicos no sólo
albergan un fuerte sentimiento protector respecto al Estado de Israel, sino una profunda afinidad cultural
con el pueblo judío. Pero también destaca la creciente fuerza entre los
evangélicos de lo que denomina "un nuevo movimiento antiisraelí y
propalestino".
Respecto a esto último puedo ofrecer un testimonio de
primera mano. Hace unos años mi esposa y yo abandonamos una iglesia de
Washington D.C. de la que éramos miembros debido a que descubrí en ella
una profunda hostilidad hacia Israel, que hasta
entonces había permanecido oculta. Cuanto más investigaba la cuestión,
más pertubadora me resultaba, hasta el punto de que sentí que no
podíamos seguir asistiendo al culto allí con la conciencia tranquila.
Así que nos fuimos, pese a que dos de nuestros hijos habían sido
bautizados en esa iglesia y a que, con los años, habíamos creado fuertes
vínculos con ella y con muchos de los miembros de su congregación.
Nicholson realiza un excelente trabajo explicando el ascenso del sentimiento propalestino en algunos segmentos del evangelismo norteamericano.
El fundamento de dicha tendencia se halla en parte en la creencia de
que Israel es una nación cuya misma fundación en 1947 fue ilegítima e
inmoral; se dice que, desde entonces, se ha convertido en una enemiga de
la justicia y de la paz. El verdadero cristianismo, por tanto, exige
que uno abrace la causa propalestina, al menos según esta línea de
argumentación. "La conclusión es simplemente ésta: cada vez más
evangélicos son educados para aceptar la versión propalestina, basándose
en su fe cristiana", escribe Nicholson.
En cuanto a mi propia postura respecto al Estado judío, me encuentro muy cerca del punto de vista de Nuechterlein, que escribe:
En el presente caso, no hace falta depender de la profecía bíblica o de la teología de la Alianza para hallar razones para apoyar al Estado de Israel.
Israel posee la única cultura política verdaderamente democrática
de Oriente Medio. Es aliado de Occidente en lo que se refiere a la
política y la política económica y, lo que es más importante, es un
firme y constante aliado de Estados Unidos. Es un baluarte regional contra los islamistas
radicales, enemigos declarados del propio Israel y de Norteamérica.
Cuanto más veo de la populista Primavera Árabe, más fuerte es mi
compromiso con Israel. Lo apoyo no porque sea cristiano –aunque no hay
nada en mis creencias cristianas que se oponga a ello–, sino porque
apoyarlo coincide con lo que exigen la justicia y la defensa de los
intereses nacionales estadounidenses.
Me parece de lo más correcto. En una región plagada de
déspotas y de violaciones masivas de los derechos humanos, Israel es la
gran y brillante excepción. De hecho, si nos basamos en la evidencia que
nos rodea, está claro que Israel, más que ninguna otra nación del
mundo, está sometida no sólo al doble rasero, sino a un estándar imposible. Sus sacrificios por la paz,
que superan los de cualquier otro país, se pasan por alto
constantemente, mientras que se disculpan las brutales acciones de sus
enemigos (aquí ofrezco un sucinto resumen histórico de acontecimientos).
Israel está lejos de ser perfecta, pero, considerando todos
sus actos, se encuentra entre las naciones más impresionantes y
estimables de la historia humana. Sus logros y aportaciones morales son
impresionantes; por eso, a mi parecer, los cristianos evangélicos
deberían mantener la fe en el Estado judío. Dejemos de lado, por ahora,
las ideas particulares respecto al fin de los tiempos y a la alianza de
Dios con Israel. Israel merece un apoyo basado en el aquí y el ahora,
en lo que defiende y en lo que defienden y atacan sus enemigos, y en
razones de simple justicia. Lo que hace falta para contrarrestar las
versiones y campañas de propaganda antiisraelíes es un esfuerzo a gran
escala en educación; presentando hechos puros y duros de forma que se
muestre una historia extraordinaria y conmovedora, que cautive la
imaginación moral de los evangélicos, sobre todo de los jóvenes.
Estoy seguro de que a algunos cristianos evangélicos les
gustaría que fueran más los judíos norteamericanos que les mostraran
mayor gratitud por su apoyo a Israel a lo largo de los años. Pero,
francamente, a mí eso me importa muy poco, y he aquí por qué: lo que
debería decidir de qué lado se pone uno en este debate sobre Israel no
son las sombras, sino las luces. Hay que ver la historia tal cual es,
más que que desfigurarla de forma grotesca. Y ajustar las ideas propias
lo mejor que se pueda a la verdad y los hechos, empezando por éste: el
problema no reside en que Israel se niegue a negociar, ni en una disputa por territorios
(los israelíes han demostrado reiteradamente que están dispuestos a
renunciar a tierras a cambio de una paz real); se encuentra en la
negativa palestina a hacer las paces con la idea de un Estado judío.
El sufrimiento que experimenta el pueblo palestino
(incluidos los cristianos) es real, y debería conmover nuestros
corazones. Muchos palestinos sufren por circunstancias que ellos no
crearon. Por tanto, simpatizar con su difícil situación es algo natural.
Pero esas circunstancias que padecen no las ha provocado Israel, sino,
básicamente, los fracasados dirigentes palestinos, que
se han caracterizado demasiado a menudo por la corrupción y la
malevolencia. Los controles fronterizos y los muros existen por un
motivo: son una respuesta a los ataques palestinos. Tampoco ha surgido
todavía nadie entre los líderes palestinos que esté dispuesto a (o sea
capaz de) cambiar una cultura cívica que fomenta el odio a los judíos y anhela la eliminación de Israel. Ése es el sine qua non del progreso.
A mis correligionarios les señalaría, simplemente, una desagradable realidad: el odio a Israel es un fuego que arde en todo el mundo. Quienes profesan la fe cristiana deberían trabajar para extinguir las llamas, no para avivarlas.
© elmed.io / Commentary
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Fuente:libertaddigital.com
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