Niños de una escuela judía retratados por Roman Vishniac en algún lugar de Europa del Este. / Centro Internacional de Fotografía |
Parece imposible que los ojos de un solo ser humano puedan abarcar todo lo que vieron los de Roman Vishniac
a lo largo de su vida. Miró con la misma curiosidad a los seres humanos
y a los animales. Paseó su mirada por más de una docena de países y por
dos continentes. Disfrutó de la belleza y la bulla de esa edad de oro
de las grandes ciudades que fueron los años veinte y treinta en Europa,
pero con igual energía recorrió caminos inhóspitos que sólo podían ser
transitados a pie o en mulo buscando las aldeas donde vivían comunidades
judías aisladas, absortas en la religión y en la pobreza. Para llegar
adonde estaba prohibido o donde sabía que no iban a recibirlo bien,
Roman Vishniac se hacía pasar por viajante de telas, lo cual justificaba
la maleta en la que llevaba su breve equipaje fotográfico.
Desde muy joven había tenido una inclinación extraordinaria hacia la
fotografía y hacia los disfraces, y hacia los cambios de saberes y
oficios. Cuando tenía siete años y vivía en Moscú se las arregló para
acoplar una cámara primitiva a la lente de un microscopio que acababa de
regalarle su abuela y tomar una foto de la pata de una cucaracha
ampliada ciento cincuenta veces. Estudió biología y arte del Extremo
Oriente. Cuando la vida se le volvió irrespirable en la Rusia soviética,
Roman Vishniac se disfrazó de bolchevique y consiguió que el mismo
Trotski le firmara un salvoconducto de salida para toda su familia.
Porque a los judíos
se les prohibió tener cámaras fotográficas, Vishniac salía a
veces con la suya disfrazado de nazi
Su padre había hecho una fortuna en Rusia fabricando paraguas. Cuando
se instalaron en Berlín y vendieron las pocas joyas familiares que su
madre había salvado, se encontraron en la pobreza. Su padre estaba
enfermo y derrumbado. Con poco más de veinte años, en Berlín, Roman
Vishniac tenía que sostener a toda su familia, incluida su esposa,
porque acababa de casarse. Trabajó en una lechería, en una empresa de
seguros, en una tienda de máquinas de escribir, en una fábrica de
coches. De algún modo se las arregló para proseguir estudios
universitarios de endocrinología, de óptica y de arte oriental. Inventó
una manera de usar la luz polarizada para revelar la estructura interna
de los seres vivos. Con sus dos cámaras portátiles, una Leica y una
Rolleiflex, iba por Berlín tomando fotografías de los lugares y la
gente, casi siempre inadvertido. Se instalaba en un portal y disparaba
hacia fuera, el rectángulo de sombra de la puerta convertido en el marco
y en la boca del escenario en el que se perfilaban los personajes
casuales de la ciudad. Es un Berlín de calles adoquinadas, de
bicicletas, tranvías, coches negros, motos rutilantes, rótulos de
comercios, grandes carteles de teatros y cines.
Poco a poco, al principio de una manera tan intermitente que pueden no ser advertidas, en las fotos berlinesas de Roman Vishniac empiezan a aparecer esvásticas:
una esvástica pintada en el escaparate de una tienda, una banderita
colgada de un balcón. Porque a los judíos se les prohibió tener cámaras
fotográficas, Vishniac salía a veces con la suya disfrazado de nazi.
Tenía otro truco para tomar fotos sin peligro de la deriva visual
monstruosa que iba tomando la ciudad: salía con su hija, y la hacía
pararse sonriente delante de un cartel antisemita, o de la entrada de
una tienda de ortopedia en la que se anunciaba con letras grandes un
aparato para medir las diferencias entre el tamaño del cráneo de los
arios y de los judíos. En 1935 emprendió uno de los grandes proyectos de
su vida: recorrer la Europa central y oriental para documentar
fotográficamente la vida judía. La mayor parte de sus amigos descartaban
las amenazas de exterminio de Hitler como delirios de un demagogo.
Roman Vishniac, a quien se ve que su disposición activa y jovial no le
interfería con la lucidez, estuvo convencido muy pronto de que Hitler
hablaba en serio. Durante casi cuatro años enteros recorrió barrios
judíos en ciudades, se abrió paso por caminos invernales cegados de
nieve, visitó pequeñas comunidades rurales y arrabales populosos.
Retrató a campesinos, a estudiantes del Talmud, a patriarcas barbudos, a
niños de ojos grandes y asustados, a familias enteras amontonadas en
sótanos, a mujeres de belleza pensativa rodeadas de penumbra, a
vendedores ambulantes, a pícaros. Ver sus fotos es invocar el mundo de
los cuentos de Isaac Bashevis Singer.
En una aldea de Checoslovaquia lo tomaron por un espía y lo tuvieron en
un calabozo durante un mes. En Zbaszyn, en diciembre de 1938, en la
frontera de Alemania y Polonia, se las arregló para colarse en un campo
donde se amontonaban en cuadras y barracones en medio del barro y la
nieve judíos polacos expulsados de Alemania a los que el Gobierno polaco
se negaba a aceptar. Salió de allí saltando la alambrada con su maleta y
mandó las fotos que había tomado a la Sociedad de Naciones.
Volvió a Europa después de la guerra y tomó
fotos de las mismas
calles de Berlín en las que había vivido, ahora cordillera de ruinas
Con un pasaporte de Estonia escapó de Alemania en 1939 y se instaló
en Francia. Pero la ocupación soviética de las repúblicas del Báltico lo
convirtió en un apátrida y el Gobierno de Vichy lo mandó a un campo
para extranjeros indeseables. Logró llegar con su familia a Nueva York
en 1940 y se encontró por tercera o cuarta vez teniendo que empezar otra
vida en un mundo ajeno a él. Hablaba ruso, alemán, francés, polaco,
eslovaco, ruteno, italiano, pero estaba perdido porque no sabía inglés.
Fingiendo ir de parte de un amigo común se presentó en casa de Einstein,
en Princeton, y aprovechando un descuido le hizo su mejor retrato.
Volvió a Europa después de la guerra y tomó fotos de las mismas calles
de Berlín en las que había vivido menos de diez años antes, ahora
cordilleras de ruinas. Le contaron que la casa de su infancia en Moscú
había sido derribada para hacer sitio a una ampliación de la cárcel Lubianka.
La inmensa mayoría de las personas a las que había retratado en las más
de cinco mil fotos que tomó durante sus viajes habían sido
exterminadas.
Había inventado un sistema para tomar fotos a través de los ojos de
una luciérnaga. De vuelta a Nueva York, durante los años cincuenta,
logró asombrosas fotos en color de avispas en vuelo, de medusas, de
algas unicelulares, de glóbulos rojos, de larvas de insectos, del tapiz
celular de una mano humana, del interior de una raíz, de la sección de
una aguja de pino, de las metamorfosis de renacuajos, de los cristales
de nieve cuando empieza a derretirse al sol. Para no espantar a los
insectos a los que estudiaba se frotaba con hierba y tierra disimulando
su olor y había aprendido a contener la respiración durante un máximo de
dos minutos. Se negaba a fotografiar animales muertos. De niño lo
habían llevado a pescar, cuando atrapó un pez y al sacarlo del agua vio
la sangre y el anzuelo que le atravesaba la boca lo estremeció un
remordimiento que no olvidó en toda su vida. Murió en Nueva York, en el
mismo barrio de refugiados europeos al que había llegado en 1940. Tenía
92 años y había visto tantas cosas que a veces se extraviaría por sus
recuerdos como por las vidas de muchos otros hombres.
www.antoniomuñozmolina.es
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