El Gobierno israelí y la Autoridad Nacional Palestina (ANP) volverán a sentarse en la mesa de negociaciones el próximo mes de septiembre. Es la enésima ocasión en la que Israel accede a las demandas de diálogo que, insistentemente, formula la comunidad internacional. Pero ahora, una década exacta después del estallido de la segunda Intifada, el panorama es ligeramente distinto en la región.
A diferencia del año 2000, cuando Yaser Arafat se negó a aceptar lo que Ehud Barak le ofrecía encendiendo con ello la espoleta de una violentísima Intifada, en estos momentos los palestinos no están unidos y carecen de una voz común que, aunque sea de cara a la galería, los represente. Desde la muerte de Arafat en 2004 y la toma de la franja de Gaza por parte de las milicias de Hamas dos años más tarde, los palestinos viven separados geográfica y políticamente. En Cisjordania gobierna el relativamente moderado Mahmud Abbas, fundador de Al-Fatah, partido que controla la ANP. En Gaza la que manda con mano de hierro es la organización terrorista Hamas. Entre ambos grupos las relaciones son francamente malas.
La negociación de septiembre que apadrina la Casa Blanca tendrá lugar entre israelíes y miembros de Al-Fatah. Nada más. El Gobierno terrorista de Hamas, sostenido militar y económicamente por los fundamentalistas iraníes, ni está ni se la espera. La negociación será, por lo tanto, necesariamente incompleta y habrá de reducirse al territorio de Cisjordania, ocupado legalmente por Israel en 1967 durante la Guerra de los Seis Días. Los líderes de Al-Fatah aspiran a que Israel abandone la región y se vuelva a la situación previa a la guerra. El problema es que hoy, 43 años después de aquello, en Cisjordania viven unos 100.000 israelíes, casi todos en las inmediaciones de la frontera con Israel y en las cercanías de Jerusalén.
Dejando a un lado el hecho de que el Estado israelí no puede acometer la evacuación de un número de personas tan grande, las fronteras de 1967 no eran con la entonces inexistente ANP, sino con el reino de Jordania, que hace ya muchos años decidió lavarse las manos en todo lo relativo a los palestinos. Esas fronteras fueron fijadas por los británicos, posteriormente violadas por los países árabes en el 67, y finalmente eliminadas por Israel en una guerra puramente defensiva. Queda, naturalmente, la posibilidad de fundar desde cero un Estado Palestino, pero no con esos fantasiosos límites que no se corresponden con la realidad demográfica actual.
Si llegase a constituirse ese Estado mediante la diplomacia haría falta una buena dosis extra de buena voluntad. En estos momentos Israel vive sitiada por dos regímenes islámicos: uno al norte, el acaudillado por Hezbolá en el Líbano, y otro al sur, en la franja de Gaza, con Hamas como enemigo declarado de Israel y del pueblo judío. Jerusalén no puede permitirse un tercer frente radicalizado en su flanco oriental a escasos kilómetros de la capital. Es imperativo que, se llegue a la decisión que se llegue, el futuro Estado palestino de Cisjordania sea desmilitarizado y puesto bajo la lupa internacional para que no se reproduzcan las experiencias de Gaza y el Líbano. Sería una noticia excelente que algo así ocurriese, que los líderes palestinos olvidasen de una vez la idea de acabar con Israel por las malas y arrojar a sus habitantes al mar. Pero eso no depende de los israelíes, sino de la estatura política y la altura de miras de quienes hoy manejan la ANP.
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