Manuel P. Millos , autor de este artículo , a la izquierda , con Pedro G.Valadés y Gustavo Perednik
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Me atrevería a decir que ya es hora de que, independientemente de que seamos o no creyentes, se le dé a la relación de Escritos Sagrados de que disponemos la importancia que merecen como fuente de información. Desconozco el por qué, pero quizás desde finales del siglo XIX, con Wellhausen y otros teólogos de la escuela racionalista, sistemáticamente se le resta credibilidad. Se quiere ignorar que, aparte de su carácter piadoso, las Escrituras son un paleorregistro demostradamente fiable (verbigracia, Yeshayahu/Isaías, 20.1). Si Schliemann no hubiera confiado en documentos menos fidedignos, probablemente no se hubieran descubierto las ruinas de la antigua ciudad de Troya.
Tras esta introducción que considero pertinente para abordar lo quiero decir, recuerdo que el libro de Shemot, o del Éxodo, según que empleemos la nomenclatura del Tanaj hebreo o de la Biblia al uso en Occidente, refiere que hace no sólo muchos años sino muchos siglos –hablamos de un momento que se sitúa entre los siglos XII y XV, a.e.c.-, se produjo un acontecimiento sobre el que los eruditos no mantienen una datación coincidente. Pero lo que interesa ahora no es la fecha exacta en la que tuvo lugar sino, y esto es lo sustancial, que, en efecto, haya ocurrido. Este suceso no fue otro que la liberación de un pueblo oprimido. El lugar de esclavitud era Egipto; los opresores, la ya desaparecida civilización que dominaba desde el país de los Faraones; el pueblo esclavizado, Israel. Con esto ya tenemos definidos el escenario y los actores protagonistas del acaecido. El desenlace, por todos conocido, es que entonces se puso la piedra angular de la identidad de Israel como país. Se aposentara en Gosén, como 400 años antes, un numeroso grupo tribal y nómada (Bereshit/Génesis, 47.1). Salió una nación dispuesta a habitar y prosperar en una tierra propia (Shemot/Éxodo, 12.51). Y dispuesta a pelear por sobrevivir en ella. Tal es el origen de la solemnidad de Pésaj. Ahora bien, lamentaría dar a mis lectores la impresión de que vaya a entrar en una exégesis del texto bíblico. Por si alguno de ellos supusiese tal cosa, debo confesarle, de entrada, que tan honrosa ocupación me sobrepasaría en todos los aspectos. El profeta Amós dijo de sí mismo que ni era profeta ni hijo de profeta, sino que era pastor y cultivador de sicómoros. Yo, por mi parte, puedo asegurar que ni soy rabino, ni teólogo; ni tan siquiera, como el profeta, ganadero o recolector frutícola. Simplemente, quiero llegar a alguna reflexión sobre la casuística actual, tomando como punto de partida esta fiesta de liberación que es Pésaj.
Comentábamos poco antes, que Israel inició su periplo desde Egipto hacia el territorio de Canaán para convertirla en Eretz Israel para siempre. Esto fue así a pesar de múltiples avatares. No mencionaré episodios, digamos menores, tales que los hostigamientos habituales de filisteos, ammonitas y otros pueblos, ni la crisis política habida en tiempos del inexperto Roboam, que concluyó con la secesión monárquica de Jeroboam. No trataré la valentía y la grandeza de Eliyahu, o la grandeza de la época de David, ni la prosperidad del reinado de Shlomo, su hijo y sucesor. Pero voy a citar, muy de pasada, las deportaciones habidas hacia Asiria, en tiempos de Hoshea ben Ela, y la especialmente traumática del destierro a la Babilonia de Nabucodonosor, que puso fin a los reinados de Tzidkiyahu (Mataniyahu) y, antes, del claudicante Yehoyajín.
En mi opinión, la Historia –y a menor escala cada biografía individual- no son algunos acontecimientos relevantes y aislados sino que son hechos interrelacionados entre sí, de forma que los sucesivos son consecuencia de los anteriores y los precedentes causa de los siguientes. Buena parte de ellos, son de importancia que oscila entre lo banal y lo moderado, aunque entre ese fluir haya algunos que, como hitos o jalones que marcan un itinerario definido, destacan por su enorme notabilidad. A mi juicio, lo prudente y conveniente es aprender a ver el panorama histórico en su conjunto, dando a los sucesos más triviales la importancia que tienen en sí mismos como generadores o catalizadores de los que tendrán lugar más tarde, de mayor o menor gravedad. Aplicado esto a lo que veníamos diciendo, indico que a tan trágicos sucesos como los comentados, habría que sumar, dentro de su marco, algunos repuntes más críticos. Con todo, lo sustantivo del asunto son, a mi modesto modo de verlo, dos aspectos: el primero, que si bien extrañados de la Tierra de Israel, siempre quedó en ella, aunque fuera en mínimo número, representación hebrea; el segundo, que en cada ocasión en que se amenazó la existencia de los israelíes o judíos como entidad nacional (aun hasta el punto de su práctica extinción como tal), siempre resurgió Israel, digno e independiente. Como no es determinante en este momento entrar a valorar si estos percances y restauraciones nacionales son cosa de politología o de teología, reservo mi opinión sobre el particular. Sólo dejo constancia de los hechos. Y ahora, para concluir con esta resumidísima recapitulación de parte de lo que fue la historia de Israel, me permito hacer una valoración personal: para mí, este proceso de consolidación de la realidad nacional judía, alcanzó su punto de más épica grandeza en la época en que los Macabeos derrotaron a las huestes seléucidas de Antíoco IV Epífanes. Cierto que, más adelante, hubieron de ceder ante el poder de las legiones romanas, pero fue un sometimiento formal, no esencial. Siempre latió vigoroso el corazón nacionalista, y resistieron hasta la toma de Jerusalén por Vespasiano Tito en el año 70 e.c. y la definiva caída de la resistencia hebrea en Masada, algunos años más tarde.
Consecuencia de ello, fue la dispersión de los judíos por el mundo. Pero no la erradicación de la presencia israelí en su tierra patria, donde siempre mantuvo una representación, aunque fuese exigua.
Durante siglos, los judíos expulsados habitaron en diversos países anfitriones. En ese tiempo, si bien tuvieron períodos bonancibles en los que fueron respetados e incluso elevados a cargos de notoria responsabilidad, lo más destacado fueron los atropellos padecidos: entre los años 1182 y 1593, acciones de expulsión y expolio perpetradas por Francia, Inglaterra, España, Austria, Sicilia, Portugal, Lituania, Túnez, Alemania, Estados Pontificios, o Italia. La vida de los judíos en países como Rusia, por ejemplo, casi puede reducirse a intervalos entre persecución y persecución, provocadas por libelos y denuncias tan fraudulentas como disparatadas.
Pero demos una zancada en el inmenso predio que es la Historia y situémonos a finales del primer tercio del siglo XX, en una nación que, tras salir de una derrota humillante pocas décadas antes, resurgió no sólo poderosa sino, sobre todo, amenazante bajo el caudillaje de salvajes asesinos (me niego con toda rotundidad a valorar tan siquiera la eximente posibilidad de que fuera perturbados. No lo eran). Se trataba de gentes bárbaras –tómese lo que sigue como una mera tesis personal- cuya zafiedad de gañán de porqueriza era alentada por la mala interpretación de las elucubraciones de Nietszche y su peligrosa entelequia del Super Hombre (definida básicamente en Así habló Zaratustra, aunque no conviene olvidar “perlas” como ésta que vierte en El Anticristo: “Si se considera lo necesario que es para la mayoría de los hombres un regulador que los subyugue y los inmovilice desde fuera; que la coacción y…la esclavitud es la única condición que permite prosperar a las personas de voluntad débil”). Esta aludida hez del género humano ascendida a gobernantes, topose con una raza laboriosa, estudiosa, culta, resistente, que constituía una empírica demostración de la inconsistencia de sus asertos. Y la persiguió con saña. Y la despojó tanto de sus bienes como de sus derechos. Y a sus miembros los asesinó con tan avieso ímpetu, que las víctimas sumaron cifras millonarias.
Antes de esta atrocidad, ya había comenzado la gestación de un nuevo Estado, cuyo zigoto fue la tímida llegada de judíos para asentarse en su tierra, allá por el siglo XIX, y que se transformó en embrión maduro con la constitución del Movimiento Sionista (a finales del siglo XIX). Culminó el proceso con el comienzo del parto del Estado de Israel, en virtud de la Resolución de la ONU, llamada de la Partición, del 29 de noviembre de 1947. El alumbramiento –felicísimo por un sinnúmero de razones- tuvo lugar en el ecuador del mes de mayo de 1948. Se había producido, literalmente, una recreación del antiguo Pésaj.
Los judíos no usurparon la tierra que, por otra parte, era suya; les fue dada no por la inoperante Sociedad de Naciones sino por las pujantes y respetadas Naciones Unidas, resolviendo un conflicto colonial. Sin embargo, el acontecimiento no sólo supuso el retorno de los judíos a su tierra, que nunca abandonaran voluntariamente sino que más bien les había sido arrebatada por la fuerza con la imposición accesoria del destierro. También para el mundo fue algo trascendente, ya que en un momento especialmente convulso y con singulares problemas de consolidación democrática, se presentía que se había puesto un referente en cuanto a convivencia civilizada y respeto por el Hombre.
Ocurrió, no obstante que los países árabes, menos de 24 horas después de que Ben Gurion declarara la constitución del Estado de Israel, invadieron al recién nacido país. La diferencia de efectivos, pertrechos y medios de guerra era abrumadoramente favorable a los agresores quienes, además, contaban con el asesoramiento de antiguos oficiales nazis y británicos, y el móvil del odio. Pero los judíos tenían, por encima de todo, algo que suplió con creces la precariedad de su equipamiento: poseían la obligación de sobrevivir y, aunque quizás no fueran muy conscientes de ello, la responsabilidad ante el mundo de mantener la primacía de la democracia y la moral cívica y política. Y ganaron la llamada Guerra de la Independencia, como también triunfaron en 1956, en la Campaña del Sinaí, cuando se les procuró estrangular cerrándoles el Canal de Suez. Y lo mismo en la Guerra de los Seis Días (1967). E igual en la de Iom Kipur (1973). Y otro tanto en las campañas del Líbano, o en las escaramuzas y enfrentamientos más importantes contra el terrorismo palestino.
Debe destacarse que en la primera de las contiendas, el mundo asistió impasible al conflicto. Especialmente para la antigua potencia colonial, si los árabes hacían el trabajo sucio eliminando a los judíos…un problema menos –aparentemente-. A pesar de lo que digan los ignorantes, también en las demás, hasta 1973, Israel –si bien contó con ventas de aviones de combate europeos-, hubo de vérselas solo, como en las anteriores crisis.
En la presente coyuntura internacional, creo pertinente no olvidar las palabras de Santayana tocante a la necesidad de no olvidar la Historia para no tener que revivirla. Hace al caso, pues, por pura prudencia, sacar alguna conclusión de los ominosos hechos a los que venimos haciendo referencia. Y es que actualmente, como en aquella primera Pésaj, también hay un dogal que amenaza estrangular la libertad e independencia del pueblo judío. Esa soga no es otra que la formada por las hebras de una opinión pública desinformada; unas corrientes políticas filonazis constituidas por la sinergia contra natura de la izquierda occidental y los colectivos fascistas, aunadas contra Israel; unos gobiernos occidentales complacientes con el mundo islámico; el fanatismo de los enemigos tradicionales de los judíos y sus adláteres; medios de comunicación sospechosamente parciales y, en fin, por el poder de unos votos cautivos en los foros internacionales. Pero también hay, y muy orgullosos de ello, los que se posicionan al lado de Israel, lo que supone situarse en el bando de la equidad, de la ética, tomar partido por los que rechazan que haya mujeres sometidas, niños manipulados, terrorismo, que se cercene la libertad individual. A diferencia de la salida en libertad de los que acompañaron a Moshé, hoy en día Israel no anda solo el camino de su fortalecimiento como nación libre y de libertades. Esta gente que apoya a Israel son, como en su día lo fueron las parteras súbditas del Faraón, una ayuda no despreciable en la lucha apologética. Y aquí hago, con todo respeto, un reproche al Ejecutivo israelí: debe procurar articular algún protocolo de ayuda a estos aliados. Concretamente, creo que adolecen de canales de información veraz que les suministren argumentos para combatir las tergiversaciones habituales sobre Oriente Medio. Sería un auxilio impagable que, además, redundaría en beneficio de la nación judía.
Percibimos como muy preocupante que no haya una posición de sensata unidad entre los estados occidentales para contener la barbarie de quienes descaradamente manifiestan sus intenciones de hacer desaparecer al Estado judío, de los que apoyan con hueca retórica pseudo revolucionaria a los agresores, de los que acusan de genocidio sin pruebas, de los que deforman la opinión pública, de los que en mil modos –las más de la veces esperpénticos- acosan sin tregua a una nación ejemplar. No se da cuenta el mundo occidental de que, si cayera Israel, se quebraría la piedra gran referencia de la defensa de la cultura occidental. Los enemigos de occidente, empero, sí que lo saben bien.
No puedo omitir otro paralelismo entre la ocasión del primer Pésaj y esta reciente recreación de 1948. Es el que señala el hecho de que el pueblo de Israel salió de la esclavitud con riqueza y con fuerza (Shemot/Éxodo, 12.36, 38 y 51). Del mismo modo, Israel retomó su tierra llevando consigo la mayor riqueza: amor a su patria, dedicación al trabajo, gusto por el estudio, desarrollo tecnológico, cultivo de las artes, respeto por la inteligencia y sólidos principios éticos. Tal vez por estas razones, Israel debe saber que su compromiso con la supervivencia no es tan sólo algo que se debe a sí mismo: es algo que debe compartir con el resto de Occidente, porque nuestra amenazada civilización lo necesita, aunque haya avestruces que prefieran enterrar la cabeza o soñar imposibles.
Israel celebra en Pésaj la consecución de su independencia y libertad hace milenios. Hoy el mundo debe celebrar con Israel que, definitivamente, tras tantos sucesos tristes, por fin se haya establecido definitivamente entre las naciones civilizadas. Israel es una afortunada realidad; y lo es ahora y para siempre.
Fuente: AGAI / http://www.aurora-israel.co.il/
Tras esta introducción que considero pertinente para abordar lo quiero decir, recuerdo que el libro de Shemot, o del Éxodo, según que empleemos la nomenclatura del Tanaj hebreo o de la Biblia al uso en Occidente, refiere que hace no sólo muchos años sino muchos siglos –hablamos de un momento que se sitúa entre los siglos XII y XV, a.e.c.-, se produjo un acontecimiento sobre el que los eruditos no mantienen una datación coincidente. Pero lo que interesa ahora no es la fecha exacta en la que tuvo lugar sino, y esto es lo sustancial, que, en efecto, haya ocurrido. Este suceso no fue otro que la liberación de un pueblo oprimido. El lugar de esclavitud era Egipto; los opresores, la ya desaparecida civilización que dominaba desde el país de los Faraones; el pueblo esclavizado, Israel. Con esto ya tenemos definidos el escenario y los actores protagonistas del acaecido. El desenlace, por todos conocido, es que entonces se puso la piedra angular de la identidad de Israel como país. Se aposentara en Gosén, como 400 años antes, un numeroso grupo tribal y nómada (Bereshit/Génesis, 47.1). Salió una nación dispuesta a habitar y prosperar en una tierra propia (Shemot/Éxodo, 12.51). Y dispuesta a pelear por sobrevivir en ella. Tal es el origen de la solemnidad de Pésaj. Ahora bien, lamentaría dar a mis lectores la impresión de que vaya a entrar en una exégesis del texto bíblico. Por si alguno de ellos supusiese tal cosa, debo confesarle, de entrada, que tan honrosa ocupación me sobrepasaría en todos los aspectos. El profeta Amós dijo de sí mismo que ni era profeta ni hijo de profeta, sino que era pastor y cultivador de sicómoros. Yo, por mi parte, puedo asegurar que ni soy rabino, ni teólogo; ni tan siquiera, como el profeta, ganadero o recolector frutícola. Simplemente, quiero llegar a alguna reflexión sobre la casuística actual, tomando como punto de partida esta fiesta de liberación que es Pésaj.
Comentábamos poco antes, que Israel inició su periplo desde Egipto hacia el territorio de Canaán para convertirla en Eretz Israel para siempre. Esto fue así a pesar de múltiples avatares. No mencionaré episodios, digamos menores, tales que los hostigamientos habituales de filisteos, ammonitas y otros pueblos, ni la crisis política habida en tiempos del inexperto Roboam, que concluyó con la secesión monárquica de Jeroboam. No trataré la valentía y la grandeza de Eliyahu, o la grandeza de la época de David, ni la prosperidad del reinado de Shlomo, su hijo y sucesor. Pero voy a citar, muy de pasada, las deportaciones habidas hacia Asiria, en tiempos de Hoshea ben Ela, y la especialmente traumática del destierro a la Babilonia de Nabucodonosor, que puso fin a los reinados de Tzidkiyahu (Mataniyahu) y, antes, del claudicante Yehoyajín.
En mi opinión, la Historia –y a menor escala cada biografía individual- no son algunos acontecimientos relevantes y aislados sino que son hechos interrelacionados entre sí, de forma que los sucesivos son consecuencia de los anteriores y los precedentes causa de los siguientes. Buena parte de ellos, son de importancia que oscila entre lo banal y lo moderado, aunque entre ese fluir haya algunos que, como hitos o jalones que marcan un itinerario definido, destacan por su enorme notabilidad. A mi juicio, lo prudente y conveniente es aprender a ver el panorama histórico en su conjunto, dando a los sucesos más triviales la importancia que tienen en sí mismos como generadores o catalizadores de los que tendrán lugar más tarde, de mayor o menor gravedad. Aplicado esto a lo que veníamos diciendo, indico que a tan trágicos sucesos como los comentados, habría que sumar, dentro de su marco, algunos repuntes más críticos. Con todo, lo sustantivo del asunto son, a mi modesto modo de verlo, dos aspectos: el primero, que si bien extrañados de la Tierra de Israel, siempre quedó en ella, aunque fuera en mínimo número, representación hebrea; el segundo, que en cada ocasión en que se amenazó la existencia de los israelíes o judíos como entidad nacional (aun hasta el punto de su práctica extinción como tal), siempre resurgió Israel, digno e independiente. Como no es determinante en este momento entrar a valorar si estos percances y restauraciones nacionales son cosa de politología o de teología, reservo mi opinión sobre el particular. Sólo dejo constancia de los hechos. Y ahora, para concluir con esta resumidísima recapitulación de parte de lo que fue la historia de Israel, me permito hacer una valoración personal: para mí, este proceso de consolidación de la realidad nacional judía, alcanzó su punto de más épica grandeza en la época en que los Macabeos derrotaron a las huestes seléucidas de Antíoco IV Epífanes. Cierto que, más adelante, hubieron de ceder ante el poder de las legiones romanas, pero fue un sometimiento formal, no esencial. Siempre latió vigoroso el corazón nacionalista, y resistieron hasta la toma de Jerusalén por Vespasiano Tito en el año 70 e.c. y la definiva caída de la resistencia hebrea en Masada, algunos años más tarde.
Consecuencia de ello, fue la dispersión de los judíos por el mundo. Pero no la erradicación de la presencia israelí en su tierra patria, donde siempre mantuvo una representación, aunque fuese exigua.
Durante siglos, los judíos expulsados habitaron en diversos países anfitriones. En ese tiempo, si bien tuvieron períodos bonancibles en los que fueron respetados e incluso elevados a cargos de notoria responsabilidad, lo más destacado fueron los atropellos padecidos: entre los años 1182 y 1593, acciones de expulsión y expolio perpetradas por Francia, Inglaterra, España, Austria, Sicilia, Portugal, Lituania, Túnez, Alemania, Estados Pontificios, o Italia. La vida de los judíos en países como Rusia, por ejemplo, casi puede reducirse a intervalos entre persecución y persecución, provocadas por libelos y denuncias tan fraudulentas como disparatadas.
Pero demos una zancada en el inmenso predio que es la Historia y situémonos a finales del primer tercio del siglo XX, en una nación que, tras salir de una derrota humillante pocas décadas antes, resurgió no sólo poderosa sino, sobre todo, amenazante bajo el caudillaje de salvajes asesinos (me niego con toda rotundidad a valorar tan siquiera la eximente posibilidad de que fuera perturbados. No lo eran). Se trataba de gentes bárbaras –tómese lo que sigue como una mera tesis personal- cuya zafiedad de gañán de porqueriza era alentada por la mala interpretación de las elucubraciones de Nietszche y su peligrosa entelequia del Super Hombre (definida básicamente en Así habló Zaratustra, aunque no conviene olvidar “perlas” como ésta que vierte en El Anticristo: “Si se considera lo necesario que es para la mayoría de los hombres un regulador que los subyugue y los inmovilice desde fuera; que la coacción y…la esclavitud es la única condición que permite prosperar a las personas de voluntad débil”). Esta aludida hez del género humano ascendida a gobernantes, topose con una raza laboriosa, estudiosa, culta, resistente, que constituía una empírica demostración de la inconsistencia de sus asertos. Y la persiguió con saña. Y la despojó tanto de sus bienes como de sus derechos. Y a sus miembros los asesinó con tan avieso ímpetu, que las víctimas sumaron cifras millonarias.
Antes de esta atrocidad, ya había comenzado la gestación de un nuevo Estado, cuyo zigoto fue la tímida llegada de judíos para asentarse en su tierra, allá por el siglo XIX, y que se transformó en embrión maduro con la constitución del Movimiento Sionista (a finales del siglo XIX). Culminó el proceso con el comienzo del parto del Estado de Israel, en virtud de la Resolución de la ONU, llamada de la Partición, del 29 de noviembre de 1947. El alumbramiento –felicísimo por un sinnúmero de razones- tuvo lugar en el ecuador del mes de mayo de 1948. Se había producido, literalmente, una recreación del antiguo Pésaj.
Los judíos no usurparon la tierra que, por otra parte, era suya; les fue dada no por la inoperante Sociedad de Naciones sino por las pujantes y respetadas Naciones Unidas, resolviendo un conflicto colonial. Sin embargo, el acontecimiento no sólo supuso el retorno de los judíos a su tierra, que nunca abandonaran voluntariamente sino que más bien les había sido arrebatada por la fuerza con la imposición accesoria del destierro. También para el mundo fue algo trascendente, ya que en un momento especialmente convulso y con singulares problemas de consolidación democrática, se presentía que se había puesto un referente en cuanto a convivencia civilizada y respeto por el Hombre.
Ocurrió, no obstante que los países árabes, menos de 24 horas después de que Ben Gurion declarara la constitución del Estado de Israel, invadieron al recién nacido país. La diferencia de efectivos, pertrechos y medios de guerra era abrumadoramente favorable a los agresores quienes, además, contaban con el asesoramiento de antiguos oficiales nazis y británicos, y el móvil del odio. Pero los judíos tenían, por encima de todo, algo que suplió con creces la precariedad de su equipamiento: poseían la obligación de sobrevivir y, aunque quizás no fueran muy conscientes de ello, la responsabilidad ante el mundo de mantener la primacía de la democracia y la moral cívica y política. Y ganaron la llamada Guerra de la Independencia, como también triunfaron en 1956, en la Campaña del Sinaí, cuando se les procuró estrangular cerrándoles el Canal de Suez. Y lo mismo en la Guerra de los Seis Días (1967). E igual en la de Iom Kipur (1973). Y otro tanto en las campañas del Líbano, o en las escaramuzas y enfrentamientos más importantes contra el terrorismo palestino.
Debe destacarse que en la primera de las contiendas, el mundo asistió impasible al conflicto. Especialmente para la antigua potencia colonial, si los árabes hacían el trabajo sucio eliminando a los judíos…un problema menos –aparentemente-. A pesar de lo que digan los ignorantes, también en las demás, hasta 1973, Israel –si bien contó con ventas de aviones de combate europeos-, hubo de vérselas solo, como en las anteriores crisis.
En la presente coyuntura internacional, creo pertinente no olvidar las palabras de Santayana tocante a la necesidad de no olvidar la Historia para no tener que revivirla. Hace al caso, pues, por pura prudencia, sacar alguna conclusión de los ominosos hechos a los que venimos haciendo referencia. Y es que actualmente, como en aquella primera Pésaj, también hay un dogal que amenaza estrangular la libertad e independencia del pueblo judío. Esa soga no es otra que la formada por las hebras de una opinión pública desinformada; unas corrientes políticas filonazis constituidas por la sinergia contra natura de la izquierda occidental y los colectivos fascistas, aunadas contra Israel; unos gobiernos occidentales complacientes con el mundo islámico; el fanatismo de los enemigos tradicionales de los judíos y sus adláteres; medios de comunicación sospechosamente parciales y, en fin, por el poder de unos votos cautivos en los foros internacionales. Pero también hay, y muy orgullosos de ello, los que se posicionan al lado de Israel, lo que supone situarse en el bando de la equidad, de la ética, tomar partido por los que rechazan que haya mujeres sometidas, niños manipulados, terrorismo, que se cercene la libertad individual. A diferencia de la salida en libertad de los que acompañaron a Moshé, hoy en día Israel no anda solo el camino de su fortalecimiento como nación libre y de libertades. Esta gente que apoya a Israel son, como en su día lo fueron las parteras súbditas del Faraón, una ayuda no despreciable en la lucha apologética. Y aquí hago, con todo respeto, un reproche al Ejecutivo israelí: debe procurar articular algún protocolo de ayuda a estos aliados. Concretamente, creo que adolecen de canales de información veraz que les suministren argumentos para combatir las tergiversaciones habituales sobre Oriente Medio. Sería un auxilio impagable que, además, redundaría en beneficio de la nación judía.
Percibimos como muy preocupante que no haya una posición de sensata unidad entre los estados occidentales para contener la barbarie de quienes descaradamente manifiestan sus intenciones de hacer desaparecer al Estado judío, de los que apoyan con hueca retórica pseudo revolucionaria a los agresores, de los que acusan de genocidio sin pruebas, de los que deforman la opinión pública, de los que en mil modos –las más de la veces esperpénticos- acosan sin tregua a una nación ejemplar. No se da cuenta el mundo occidental de que, si cayera Israel, se quebraría la piedra gran referencia de la defensa de la cultura occidental. Los enemigos de occidente, empero, sí que lo saben bien.
No puedo omitir otro paralelismo entre la ocasión del primer Pésaj y esta reciente recreación de 1948. Es el que señala el hecho de que el pueblo de Israel salió de la esclavitud con riqueza y con fuerza (Shemot/Éxodo, 12.36, 38 y 51). Del mismo modo, Israel retomó su tierra llevando consigo la mayor riqueza: amor a su patria, dedicación al trabajo, gusto por el estudio, desarrollo tecnológico, cultivo de las artes, respeto por la inteligencia y sólidos principios éticos. Tal vez por estas razones, Israel debe saber que su compromiso con la supervivencia no es tan sólo algo que se debe a sí mismo: es algo que debe compartir con el resto de Occidente, porque nuestra amenazada civilización lo necesita, aunque haya avestruces que prefieran enterrar la cabeza o soñar imposibles.
Israel celebra en Pésaj la consecución de su independencia y libertad hace milenios. Hoy el mundo debe celebrar con Israel que, definitivamente, tras tantos sucesos tristes, por fin se haya establecido definitivamente entre las naciones civilizadas. Israel es una afortunada realidad; y lo es ahora y para siempre.
Fuente: AGAI / http://www.aurora-israel.co.il/
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