Como en tantos otros aspectos relacionados con su persona, la visión que Franco tenía de los judíos y, especialmente, la actitud frente a episodios tan trascendentales como el Holocausto ha sido objeto de una acalorada —y nada imparcial— controversia. A más de veinticinco años de su muerte, resulta una de las cuestiones que merecería una respuesta lo más objetiva posible. ¿Fue Franco un antisemita?
La cuestión del antisemitismo de Franco ha sido, como tantas cuestiones relacionadas con su persona, uno de los campos de Agramante de partidarios y adversarios. Para autores que rayan la apología de Franco como Luis Suárez o Ricardo de la Cierva, no sólo no fue un antisemita sino que además se distinguió en la salvación de judíos durante el Holocausto. Para autores contrarios, Franco habría sido un antisemita a escasa distancia —si es que la hubo— de los mismos nazis.
Los antecedentes y el contexto social e ideológico de Franco era ciertamente proclive al antisemitismo. Sustentado fundamentalmente en un catolicismo que consideraba a los judíos “pérfidos” en la liturgia del Viernes Santo y que enseñaba que la acusación de asesinato ritual se correspondía con la realidad histórica, Franco compartía una visión negativa en general de los judíos y no dudó hasta el final de sus días en ligarlos a la conspiración masónica internacional. Esa circunstancia y el hecho de haber recibido una ayuda temprana —y, posiblemente, decisiva— de Hitler en julio de 1936 no eran, desde luego, el mejor contexto para escapar de un antisemitismo cultural de siglos.
Por ello, no debería extrañar que hasta 1943 las autoridades franquistas no dudaran en devolver a la Gestapo a bastantes de los judíos que llegaron hasta territorio español lo que explica, por ejemplo, el suicidio de Walter Benjamin en la frontera española, temeroso de que la policía franquista lo entregara a los nazis. La misma Falange —el sector más descaradamente fascista del bando vencedor— elaboró listas de judíos con vista a posibles deportaciones.
Tampoco debería sorprender que la España de Franco se negara a reconocer al estado de Israel y que todavía a inicios de los setenta, la Amistad judeo-cristiana, en la que participaban católicos como el P. Vicente Serrano o el judío Samuel Toledano, denunciara la existencia de multitud de textos de enseñanza plagados de prejuicios antisemitas. Sin embargo, equiparar a Franco con Hitler no pasa de ser una grosera identificació
Los antecedentes y el contexto social e ideológico de Franco era ciertamente proclive al antisemitismo. Sustentado fundamentalmente en un catolicismo que consideraba a los judíos “pérfidos” en la liturgia del Viernes Santo y que enseñaba que la acusación de asesinato ritual se correspondía con la realidad histórica, Franco compartía una visión negativa en general de los judíos y no dudó hasta el final de sus días en ligarlos a la conspiración masónica internacional. Esa circunstancia y el hecho de haber recibido una ayuda temprana —y, posiblemente, decisiva— de Hitler en julio de 1936 no eran, desde luego, el mejor contexto para escapar de un antisemitismo cultural de siglos.
Por ello, no debería extrañar que hasta 1943 las autoridades franquistas no dudaran en devolver a la Gestapo a bastantes de los judíos que llegaron hasta territorio español lo que explica, por ejemplo, el suicidio de Walter Benjamin en la frontera española, temeroso de que la policía franquista lo entregara a los nazis. La misma Falange —el sector más descaradamente fascista del bando vencedor— elaboró listas de judíos con vista a posibles deportaciones.
Tampoco debería sorprender que la España de Franco se negara a reconocer al estado de Israel y que todavía a inicios de los setenta, la Amistad judeo-cristiana, en la que participaban católicos como el P. Vicente Serrano o el judío Samuel Toledano, denunciara la existencia de multitud de textos de enseñanza plagados de prejuicios antisemitas. Sin embargo, equiparar a Franco con Hitler no pasa de ser una grosera identificació
El antisemitismo de Franco tenía una profunda base religiosa y no racial como el nazi y, precisamente esa circunstancia le permitió articular excepciones que beneficiaron a los judíos. Durante su época de la guerra de África, por ejemplo, consintió a poblaciones judías de Marruecos la posibilidad de llevar calzado o de coger agua directamente del río sin tener que adquirirla de sus dominadores marroquíes. En apariencia, no se trataba de mucho pero desde ese mismo instante las relaciones entre Franco y los judíos del norte de África resultaron fluidas y, en términos generales, muy cordiales.
Así, Franco aceptó, por ejemplo en julio de 1936, la ayuda de judíos contrarios al Frente popular, como el banquero Salama, al que condecoraría en su momento. Curiosamente, el católico PNV encontró tal “filojudaísmo” de Franco intolerable y en un texto dirigido a la Santa Sede a finales de 1937 justificó el no haberse sumado al bando sublevado, entre otras razones, en la ayuda judía que recibía. Los nacionalistas vascos demostraban así ser más antisemitas de lo que pudiera serlo Franco.
De la misma manera, a partir de 1943 Franco permitió que un número nada despreciable de judíos cruzara España huyendo del Holocausto. El número de judíos salvados por ese medio quizá no pueda evaluarse nunca con exactitud, pero con certeza se trató de una cifra de cinco dígitos al menos. Naturalmente, se puede objetar que Franco limitó formalmente la protección diplomática española a los judíos de origen sefardí, pero lo cierto es que, en la práctica, el auxilio humanitario se hizo extensible a todo tipo de judíos. Así, nadie puso reparos a que diplomáticos como Ángel Sanz Briz con destino en Budapest ampliara la protección a los judíos askenazíes.
Es difícil saber si semejante ampliación partió de Franco, pero lo cierto es que no puede negarse que estuvo totalmente informado y, que sabedor de la existencia de las cámaras de gas donde se estaban exterminando a millones de judíos, no se opuso en absoluto a ella. La labor de los diplomáticos españoles —de los que sólo se recuerda y esto tardíamente a Sanz Briz— significó también la salvación de millares de judíos. Si se examina, por lo tanto, la documentación histórica referente al antisemitismo de Franco hay que indicar que, en términos generales, Franco —que tanto debía a Hitler y que brindó su protección a no pocos criminales de guerra después de 1945— fue un antisemita católico prototípico.
Creía que los judíos no podían ser ciudadanos de pleno derecho, los consideraba sumidos en el error e incluso los relacionaba con imaginarias conspiraciones. Sin embargo, al mismo tiempo estaba dispuesto a reconocerles cierta libertad (sobre todo en el Norte de África), a recompensar a los más fieles e incluso a prestarles cierta ayuda en cuestiones humanitarias. Cuando la iglesia católica —de la que se consideraba fiel hijo— fue ampliando sus miras de cara a los judíos, también lo hizo Franco. Así, la libertad de culto plena —y la construcción de sinagogas— se produjo una vez que el concilio Vaticano II abogó en favor de la libertad religiosa. En absoluto racista pero profundamente religioso, Franco vino a recoger en su actitud frente a los judíos las peculiaridades éticas del catolicismo preconciliar.
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